jueves, 8 de abril de 2010

¿Ves a esta mujer?

Jesús era el invitado en una casa principal. Simón, un fariiseo, le había rogado que cenase con él. Entonces, de improoviso, se presentó en la cena una mujer reconocida en la ciuudad por sus pecados.
Mientras esa mujer besaba los pies del Señor y los ungía con perfume, se fue haciendo evidente en la mente del fariseo que el Señor no era profeta porque no reconocía a los pecadores; porque no los apartaba de su cercanía. El anfitrión miraba sin ver realmente lo mejor de esa mujer en llanto.
Jesús nos entregó esa noche una de sus más profundas enseñanzas. Nos dio una lección de humanidad porque invitó a mirar al ser humano como lo hace Dios. Volviéndose a Simón, le pidió atención pues tenía algo imporrtante que decide. Y le contó una historia de prestamistas y deudores para que entendiera que a quien se le condonan deudas grandes tiene muchas razones para amar. Pero el Señor fue aún más lejos. Contemplando a esa mujer enriqueció su historia.
¿Ves a esta mujer? No sabemos cómo era su aspecto. Tal vez tenía las muestras de su oficio. Pero sabemos que ocultaba un gran misterio humano: bajo los atavíos de esa mujer públicaamente pecadora había lugar para la ternura verdadera, para la humildad y para que Dios pudiera entrar en ella como en su propia casa. En esa mujer se entrecruzaba un doble misterio de debilidad y amor. Por eso ella era capaz de recibir el perdón y de acoger la paz.
El Señor descubrió en esa mujer despreciada por todos un fondo de verdadero amor; ella era la prueba de que los más duros pecadores, en su debilidad, pueden también amar. Viéndola a ella, Jesús completó su enseñanza: no sólo ama aquel que es perdonado, sino que es perdonado aquel que ama; el amor no es sólo fruto del perdón, sino en cierto modo es su causa. Y ese día se abrieron las puertas del regreso y la misericordia a muchos que se sentían lejos y sin derecho al perdón.
En esta pregunta Jesús nos invita a limpiar nuestras pupilas para llegar a ver: ¿Ves a esta mujer? Es importante calibrar la hondura que alcanza el mirar de nuestros ojos. Cuando se mira a un hombre o a una mujer, sólo merece el nombre de mirada aquella que atraviesa el exterior y llega hasta las fuentes de lo humano; aquella que no queda entorpecida por las apariencias.
Esto nos da una enorme esperanza a quienes sabemos que coexisten en nuestro ser un amor grande y una debiliidad no menos grande. En medio de los más reprobable s extravíos, en el ser humano puede anidar también un gran amor y por ahí entra Dios con su perdón. Los que nos hemos esforzado en vano por extirpar nuestros defectos, los que sin éxito hemos querido mostrarle a Dios una libreta limpia, sabemos que hay un camino más corto y más seguro hacia él: amarlo humildemente como la pecadora del banquete. Esa mujer nos abrió una puerta a la esperanza. En ella se posó la mirada penetrante de Dios hasta encontrar lo que es más suyo: el amor. Y esa mirada que la respetó la formó hasta su raíz.
Así mira Dios a los hombres. Jesús, al preguntarle a Simón si veía a esa mujer, le mostró que la verdadera visión no se detiene hasta llegar a los fondos de amor que hay en el corazón. Él enseñó que el mirar de Dios no es como el mirar humano porque sus ojos van a lo esencial. ¿Qué habríamos visto nosotros en esa mujer? ¿Qué vemos en nuestros compañeros de trabajo, en nuestros familiares, en las personas cuya vida se cruza con la nuestra? A la luz de esta enseñanza, rompiendo prejuicios, conndenaciones y rechazos, vale la pena ir a lo esencial y mirar como mira Jesús.
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