El Espíritu Santo sana el corazón de los hombres y de las mujeres. Pero hay algo aún mejor: El también sana la institución que hace que el hombre y la mujer sean una sola carne: el matrimonio, la vida en pareja. Y tenemos que afirmar que sanar a una persona, hombre o mujer, sin sanar a la familia o a la pareja, sería como sanar a un miembro del cuerpo dejando el resto de la persona enferma. Ese miembro sano sufriría y no estaría bien.
¿Cuáles son las enfermedades de la pareja? Existe el divorcio legal y el divorcio del corazón. El divorcio del corazón llega cuando el marido y la esposa permanecen juntos, bajo el mismo techo, pero ya no se aman, no se hablan, se convierten en extraños uno para el otro.
Incluso se convierten en enemigos. Una capa de hielo cae sobre la vida de la pareja. Muchas familias se convierten en un infierno y los sacerdotes, pueden hablar de esto porque a sus oídos llegan las confidencias de dramas y penas extremadamente dolorosos.
En la Renovación Carismática el Señor ha hecho tantas veces el milagro de sanar una familia entera, de levantar matrimonios apagados, sin vida, donde ya no había alegría. ¿Por qué no podría hacerlo ahora? Recuerden ustedes la visión que tuvo Ezequiel de los huesos secos. En nuestra época en que la familia está en crisis, esas osamentas secas son las parejas donde ya no hay entusiasmo, ni amor, ni comprensión, ni apertura ni diálogo. Son, precisamente, parejas secas.
Pero, ¿qué dijo el Señor a Ezequiel?: "¡Hijo de hombre, profetiza sobre estos huesos secos!": Ez 37,4. Ese hijo de hombre, ese hombre de nada, en este momento soy yo, y por eso me atrevo a hacer mía la palabra del profeta y grito: "Huesos secos, escuchad la palabra de Yahvéh. Así dice el Señor Yahvéh a estos huesos: ¡He aquí que yo voy hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis!": Ez 37,4-5.
Ezequiel dice al Espíritu: "Ven de los cuatro vientos" (37,9), es decir de los cuatro puntos cardinales. Nosotros ya no hablamos así porque sabemos de dónde viene el Espíritu y decimos: Ven Espíritu Santo, del costado de Cristo en la cruz y sopla sobre estos muertos. No solamente sobre las parejas secas que está leyendo este mensaje sino sobre las del mundo entero, para que renazca en ellos el amor. Sólo tú puedes hacerlo.
Un sacerdote nos comenta: La pareja que me hospedaba, me invitó a cenar fuera la primera noche. Mientras esperábamos que sirvieran la cena, el esposo me dijo: "Padre, hoy usted me ve tomado de la mano de mi esposa, pero no siempre ha sido así. Estábamos a punto de separarnos; habíamos visto ya tres veces a un abogado y cada vez que entrábamos a su despacho, discutíamos, de modo que el abogado ya estaba molesto. No podíamos soportarnos más. Habíamos decidido separarnos.
Pero un día alguien me llevó a un encuentro carismático y allí, no sé cómo, sentí fuego en mi corazón. ¡Mi corazón de piedra se estaba quebrando! Al regresar a mi casa, desperté a mi esposa, la abracé y le dije: ¿Sabes una cosa? Te amo, te amo. Ella me miró desconcertada y me dijo: ¿Te has vuelto loco?"
En otra ocasión fue él quien llevó a su esposa a un encuentro de oración carismática y actualmente ambos animan la Renovación en su Diócesis. Este hombre agregó: "Hoy tiemblo tan sólo de pensar que estuve a punto de perder a mi esposa, a mis hijos y nietos que son mi alegría. ¡Pude haberme privado de ellos toda mi vida y el Señor me regresó todos a, todos!"
¿Quién realiza esos milagros hoy en día? ¿La Renovación Carismática? No, no son los santos los que ahora nos prometen milagros. Lo que vuelve diferentes los encuentros carismáticos no son los hombres sino el Espíritu Santo. En un canto espiritual, se repite esta pequeña frase: "Hay un bálsamo en Galaad que sana las almas enfermas". Galaad es una localidad mencionada en el Antiguo Testamento y que es conocida por sus perfumes. (cf. Gen 37,25)
Imagino a un comerciante ambulante que pasara gritando el nombre y precio de sus mercancías. Pero, ¿cuál es el perfume que necesitamos ahora? Ya no es el de Galaad, sino es el mismo Espíritu Santo. Yo grito: "Hay un bálsamo en la Iglesia que sana las almas agotadas, los corazones heridos y funde los corazones de piedra.
Vengan y compren vino y leche, sin dinero. Tomen el aceite de la Palabra, de los sacramentos y de la oración. Tomen este bálsamo los enfermos del corazón y del espíritu; ¡tomemos este bálsamo en dosis abundantes! El mundo de hoy necesita dosis masivas de Espíritu Santo. Juntos, podemos decirle: " ¡Sana lo que está enfermo! ¡Abrasa lo que está frío! ¡Endereza lo que está torcido! ¡Ven, Santo Espíritu de Dios!"
Todavía nos falta exponer al sol del Espíritu a nuestro "hermano cuerpo". ¿Qué pedimos para él en el "Ven Espíritu Creador?" ¡La sanación! La sanación de nuestras enfermedades puramente físicas: parálisis, enfermedades de los ojos, de los huesos, del oído...
Estas no son un castigo de Dios. Pienso que nadie dice cuando está enfermo: ¿Qué he hecho yo para que Dios me castigue así? Sino que hay enfermedades en que nosotros tenemos nuestra parte de responsabilidad, que están a mitad del camino entre una enfermedad del cuerpo y una enfermedad del alma. Esas enfermedades son consecuencia del abuso, ya sea en el comer o en el beber, en la sexualidad o en las drogas. Pidamos al Señor que nos sane de esas enfermedades, a sabiendas que El necesita de nuestra colaboración.
Antes de sanar al paralítico en la piscina de Betesda, Jesús le hace una pregunta extraña: "¿Quieres curarte?": Jn 5,6. Por supuesto que quiere sanar, pero Jesús quiere escuchar que él lo diga.
¿Por qué? El quiere saber si queremos sanar, si realmente lo deseamos y si estamos dispuestos a vivir aquello que nos cuesta tanto. El también sana las enfermedades físicas mediante su Palabra.
Yo recuerdo el testimonio de un hombre que participaba conmigo en una emisión televisiva. "Yo era alcohólico en último grado -decía- no podía estar más de dos horas sin beber. Si tomaba el tren, primero veía si tenía un carro-bar. Había vuelto imposible la vida de mi esposa y de mis tres hijos. Un día me llevaron a un encuentro donde se leía la Biblia. Leyeron un pasaje. Al escuchar la Palabra de Dios, me sentí como atravesado por una descarga eléctrica y me supe sano. Luego, cada vez que tenía deseos de beber alcohol, corría a abrir la Biblia en ese versículo. El hecho de volver a leer esa Palabra, me da fuerza inclusive ahora en que estoy totalmente sanado". Cuando intentó decirnos cuál era esa Palabra, su garganta se cerró de emoción. Se trataba de un versículo del Cantar de los Cantares, que dice: "Celebraremos tus caricias más que el vino": Ct 1,4. En la Palabra está todo. Este es el poder sanador de la Palabra de Dios, escuchada en una atmósfera de fe y oración.
El Espíritu Santo no acaba con las sorpresas. Muchos han venido a acompañar a sus enfermos. ¡Se consideraban simples acompañantes y descubren que ellos son los verdaderos enfermos! Mejor dicho, somos ¡porque yo también me incluyo!
¿Y qué vamos a pensar de aquellos que después de este encuentro no sean sanados? ¿Que no tienen suficiente fe? ¿O que no la tienen aquellos que han orado por ellos? Desgraciadamente, se piensa esto en contextos pentecostales o ultra carismáticos, pero es completamente falso. De esta manera sólo se agrega un nuevo sufrimiento a otro.
Recuerdo haber encontrado en África a una mujer laica consagrada. Cojeaba y habían orado mucho por su sanación, pero no había sanado. Finalmente le dijeron que seguramente le faltaba fe. Vivió entonces muchos años con su enfermedad y un fuerte sentimiento de culpa hasta el día en que cambió su oración: "Señor, está bien, acepto cojear toda mi vida, pero me vas a prometer que al llegar al Paraíso, allí me harás bailar, ¡porque yo nací para bailar!"
Si el no sanar significara no tener fe, entonces muchos santos habrían tenido menos fe que nosotros, porque algunos estuvieron enfermos toda su vida. Cuando san Francisco murió tenía unas diez enfermedades graves, según estimación de médicos actuales. Los santos lograron que los demás sanaran, pero ellos vivieron con su propia enfermedad.
Cuando Pablo pidió tres veces al Señor que le quitara una espina en la carne, él le respondió: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza": 2Cor 12,9.
La explicación va más allá: Dios tiene dos maneras de socorrer y mostrar su poder: quitando el mal o dando fuerza para soportarlo de una manera nueva, libre y, finalmente gozosa, uniéndonos a Cristo "completando lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia": Col 1,24.
Unidos en comunión con nuestros hermanos enfermos de su cuerpo, los presentamos a Jesús, como aquellos que hicieron bajar al paralítico por el techo de la casa, compadecidos de él. "La compasión, -dice san Gregorio de Niza-, es el órgano a través del cual se ejerce el ministerio de sanación".
Cuando se trata del prójimo, tenemos que ser intrépidos con Dios. A este respecto leemos que un monje, santo, compadecido ante la enfermedad de uno de sus hermanos, se dirigió a Dios diciéndole: "Oh, Dios mío, quieras o no quieras, ¡sana a este hermano!"
¡Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA EL HOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangelización
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