jueves, 24 de junio de 2010

Simón Pedro

Los pies de Simón se habían llenado de polvo al recorrer los caminos del mundo. Para eso lo había llamado Jesús: Para ser mensajero, para ser apóstol, para ser predicador del evangelio. (Lc 6,12; Mt 10,1-2 Mc 3,13-19) Jesús había estado orando en un monte, y luego lo llamó a él con otros once y le repitió su sobrenombre de "Pedro" y le dio poder de sanar enfermedades y de vencer demonios. Pedro había caminado por todas partes: de Jerusalén había ido a Samaría; había caminado por toda Judea, había llegado hasta Antioquía, y ahora estaba en Roma, la capital del Imperio.
Para recorrer tantos caminos, había tenido que cambiar su miedo en audacia, su cobardía en valor. Esa había sido la obra del Espíritu Santo en su corazón. Ahora recordaba que fue desde Pentecostés. El estaba en el Aposento Alto, con María la Madre de Jesús, y con otros 120 testigos de la Resurrección del Señor. Estaban unánimes en oración y ruego.
De pronto sintieron un huracán, como un estruendo; y la casa se llenó de luz. Le pareció que el corazón se le quemaba, como si del cielo estuvieran lloviendo brasas encendidas y comenzó con sus compañeros la más bella alabanza a Dios que nunca hubieran pronunciado sus labios. Luego tuvo necesidad de salir a las calles a hablar de Jesús vivo. Ese día como tres mil judíos fueron bautizados. Al otro día lo llevaron a la cárcel por hablar de Jesús. Fue cuando curó al paralítico en nombre del Nazareno, y cuando exclamó que no existe bajo el cielo nadie en quien podamos ser salvos, sino Jesús. Entonces le ordenaron que no hablara más de Cristo, pero él era un apóstol y no podía callar. Le pusieron preso más tarde pero un ángel lo liberó, luego le volvieron a prender y le azotaron, pero él seguía predicando; entonces el Rey Herodes lo hizo capturar para matarlo, pero de nuevo milagrosamente quedó libre.
Así comenzó su peregrinar. Vio morir a Esteban, su ayudante en el servicio de repartir limosnas, y a Santiago con quien acompañaba a Jesús cuando este se transfiguró en el monte, y también cuando se abatió hasta sudar sangre en el Jardín de los Olivos.
Ahora le tocaba a Simón el turno de morir. Era en Roma. El nunca hubiera creído tener trato con los romanos. Solamente la presencia de éstos ofendía a los judíos. Era algo que los manchaba, era como alimentarse con carne de animales impuros. Pero Dios le manifestó que la muerte de Jesús era por todos los hombres y que la Iglesia cristiana había de formarse con todos los pueblos, y que no podía llamar inmundo lo que Dios había santificado.
Impulsado por el Espíritu Santo, Pedro había ido a casa del centurión Cornelio, y cuando todavía dudaba si dar o no a los gentiles la gracia del bautismo, el Espíritu Santo se derramó sobre ellos. Fue como en Pentecostés con gozo, profecía y oración en lenguas.
Qué oración misteriosa esa de las lenguas. La había aprendido el día de Pentecostés. Al orar así con los demás apóstoles despertó la atención del pueblo judío, y luego el pueblo gentil entraba en la Iglesia con una alabanza igual. Era como si orar en lenguas fuese una llave para la evangelización.
Simón era apóstol. Era el jefe de los apóstoles. Era "la boca de los apóstoles", "el iluminado supremo de la Iglesia". Había querido ser el primero, por eso estaba ahí sufriendo como el último. El nunca hubiera querido morir. Un día hasta se atrevió a decirle a Jesús que no se comprometiera en un camino de entrega y de sacrificio.
¡Entonces Jesús le llamó "Satanás! Cómo le había dolido esa palabra y esa humillación delante de los condiscípulos. Pedro no había tenido mala intención. El no quería que Cristo muriese. Eso era todo. Pero Jesús quería morir por Pedro y por los hombres. Jesús estaba decidido a dar la vida voluntariamente, y para ello apartaba de su camino cualquier obstáculo. Jesús era el Maestro y los discípulos no debían seducirlo ni tratar de indicarle otras rutas diferentes a las escogidas por Dios.
Ahora en medio del circo de Nerón, estaba Pedro muriendo por Jesús. El camino de su vida estaba culminando. Sus pies quebrados y atados no podían continuar la marcha. Pero ya estaba pisando las gradas de la gloria. Se estaba asfixiando, pero el aliento del Espíritu de Pentecostés le daba fuerzas para resistir hasta el fin.
Ya Pedro iba a morir. Su agonía estaba terminando. Agonía significa lucha. Pedro iba a ser coronado vencedor. Extraño triunfo el de los cristianos que vencen cuando los derrotan y viven cuando los matan, y poseen cuando los despojan, y suben cuando descienden. Por eso en el siglo II hablaban del sepulcro de Pedro, como de un trofeo.
Simón Pedro oía, entre los gritos de la muchedumbre, a Jesús que le decía: "Cuando seas viejo, te llevarán a donde no quieras ir, y tendrás que extender las manos... No importa si tu amigo Juan se queda vivo hasta que yo vuelva... Tú, sígueme". Era la cuarta vez que Jesús lo había llamado. Era la llamada al martirio. Ahora le parecía escucharla de nuevo. (Jn 21,15-19)
Por seguir a Jesús estaba allí, muriendo poco a poco, con la sangre en la cabeza, el cuerpo adolorido, los ojos brotados, y el corazón que se le partía. Estaba allí muriendo por amor a Jesucristo.
¿Cómo podía ser eso? ¿Se acordaría de su diálogo con la criada de Caifás? Esa noche estuvieron a punto de prenderlo, pero escapó del peligro y de la gloria. Le habían dicho que si conocía a Jesús, y él negó a quien amaba. Tuvo miedo de morir y renegó de quien le hacía vivir.
Jesús se lo había predicho. Como certero médico Jesús le había hecho un diagnóstico, le había anunciado que lo encontraba enfermo de cobardía e ingratitud. Simón no había creído. ¡Tan enfermo estaba! Por el contrario afirmó que estaba dispuesto a morir por Jesús si fuese necesario. Hasta espada llevaría por lo que pudiese suceder. Pero a pesar de los alardes del enfermo ocurrió como había anunciado el médico.
Entonces cantó un gallo. En los oídos de Pedro resonaba todavía la voz del animal. Pedro comenzó a llorar. Negando a Cristo había muerto, llorándolo resucitaba. Morir es negar la vida. Pedro negó la vida y murió. Pero los ojos de Cristo se posaron en sus despojos, y Pedro sintió la llamada a levantarse, a comenzar una vida nueva. Esa vida del cuerpo y del espíritu que ahora en la cruz estaba definitivamente ofreciendo a Dios.
Más le dolía a Simón la culpa de antaño que el dolor que ahora soportaba. Esa experiencia le había servido para ser humilde, para no confiar en sí mismo, sino para apoyarse en Dios, para comprender a sus hermanos que también podían caer. Más le aprovechó a Pedro llorar que presumir, más le sirvió pedir perdón que ufanarse de su fortaleza.
Un día le dijeron, ya perdonado su error, que había de pastorear ovejas y carneros. Pastorear con el cayado de la cruz, dando el alimento de la fe y entregando como testimonio su propio cuerpo.
Para desempeñar su nuevo oficio, Pedro necesitó llenarse del Espíritu de Jesús. Ese Espíritu plasma mártires. Jesús lo había dicho a los apóstoles: "que le serían testigos cuando hubiesen recibido la Promesa de lo alto, el don del Espíritu Santo". Pedro lo había deseado, lo había suplicado alzando hacia los cielos las manos y el corazón. Y lo había recibido. Desde la experiencia del aposento alto, su vida se había convertido en un incesante Pentecostés. El había sido de veras Simón Bar Jona, el hijo de la Paloma.
Por eso estaba Pedro allí, en la cruz, con la cabeza hacia abajo. Estaba escribiendo desde Roma, desde el circo de Nerón, hacia el año 67, con la roja sangre de sus venas, su última carta a la Iglesia: la del amor definitivo por su Señor Jesús. Pero Pedro no moriría nunca. Su espíritu permanecería pastoreando la Iglesia. Desde la sede eterna de Roma sigue proclamando a Jesucristo, pues cualquiera que sea el Papa que pastorée a los cristianos, es Pedro quien vive en él.
¡Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA EL HOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangelización

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