jueves, 24 de junio de 2010

Tú eres Pedro

Hacia el año 67 de nuestra era un espectáculo inusitado que divertía a la plebe de Roma. Muchos hombres morían en medio del escenario público. "Unos, cubiertos de pieles de animales, desgarrados por los dientes de los perros; otros, clavados en cruces, quemados al caer el día, a modo de luminarias nocturnas", narra el historiador Tácito. En esos días, precisamente, quebrantados los huesos, azotado, herido y crucificado con la cabeza hacia abajo, moría Simón Pedro, el jefe de los cristianos. Su mirada estaba turbia a causa de la posición del cuerpo, pero en su mente se atropellaba un desfile de imágenes.
Nítidamente recordaba Simón el día en que Jesús le cambió su nombre por el de Pedro. Fue cuando se encontraron los dos por primera vez. Jesús se había quedado mirándolo con mirar profundo y le había dicho que en adelante sería como una roca, para el servicio de Dios y de la Iglesia. (Jn 1,41-42) Una roca él, Simón, que se sentía pequeño como una arenita del mar, como un guijarro del camino.
Otro día Jesús le había vuelto a llamar "piedra". Fue en Cesárea, junto a las fuentes del Jordán. Jesús preguntó: "¿Vosotros quién decís que soy yo?", y Simón, sin saber por qué, se apresuró a responderle: "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios Vivo". Así lo vimos en la Eucaristía del pasado domingo.
Todos quedaron extrañados de esa respuesta. El también. No sabía por qué se había expresado así. Era como si su mente se hubiese iluminado de pronto, como si Dios le hubiese dado una palabra profética, una palabra de ciencia. El mismo Jesús lo llamó bienaventurado, y le dijo que ese mensaje no era de la carne ni de la sangre sino del Padre que vive en el cielo, y añadió que sobre Simón, como sobre una roca, se edificaría la casa de la Iglesia.
"Bienaventurado eres, Simón Bar Jona, Simón hijo de Jonás", le había dicho Jesús. La palabra aramea "Jona", que designaba al padre de Simón, significa "paloma". Cuando Simón habló con carisma de ciencia, para decir quién era Jesús, se hizo “realmente un bar Jona” un hijo de la Paloma, un nacido por la gracia del Espíritu Santo.
Pero ahora Simón Pedro estaba jadeando, crucificado. Ya casi ni podía respirar. Se sentía pesado como una piedra que se hunde en el fango, parecía una roca enorme que estuvieran colocando en el cimiento de una inmensa construcción. Sus ojos enrojecidos parecían advertir un espejismo: en esa colina vaticana, donde estaba muriendo, se levantaba un templo, en donde se veneraba su tumba y se honraba su recuerdo. Ese templo, el mayor del mundo, era como un signo de la Iglesia que deseaba construir Jesús.
Pero más bello, que el edificio de mármoles que creía ver, sería el templo vivo que Dios estaba construyendo. En la base de la construcción estaba Cristo, la piedra fundamental; luego Simón, la roca escogida por Jesús para afirmar la edificación de su Iglesia; en seguida venían los apóstoles y los profetas, convertidos en cimientos del nuevo edificio, y tras ellos, todos los hombres parecidos a Cristo, los cristianos, piedras vivas extraída de la cantera inagotable de la humanidad. (1Cor 3,1; Ef. 2,20; 1Ped 2,4-8)
Cada hombre, como "una piedra negra cabe en la Piedra blanca", diría Teresa de Ávila. Piedras grandes y bellas, piedras pequeñas y humildes, todas ocupaban su lugar preciso en la construcción eclesial, "labradas y pulida por el buen cincel del artista divino", como dice un himno litúrgico.
Para formar parte de esa Iglesia había que confesar Jesús como Hijo de Dios, había que creer en él. Pedro creía en Jesús. Toda su vida había creído en Jesús, aun en la noche triste en que había negado conocerle. Jesús también había creído en Pedro, y había orado para que no desfalleciera en la fe, y para que los demás discípulos se pudieran apoyar en su compañero, como si lo hicieran sobre una roca firme, y para que contra él se hicieran añicos quienes atacaran a Cristo y a la Iglesia.
Pedro creía que Jesús tenía palabras de Vida Eterna y que nunca ningún maestro podría superarlo. Pero él sólo creía en Jesús, lo amaba. Por eso un día le dijo frente te al lago, con total sinceridad, como entregando el corazón: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”.
Con esas palabras, tres veces repetidas, Simón vivió la dulzura del amor que borró la amargura de la traición. Por eso Pedro es piedra, cimiento de la Iglesia, porque la Iglesia es la congregación de todos aquellos, que, como él, creen en Jesús firmemente y le aman de corazón.
¡Cómo le dolían las manos a Simón Pedro! Los cordeles que le ataban a la cruz parecían cortarle los tendones, y se le hundían en la carne hasta llegarle a los huesos. Ese dolor era cruel como el de un puñal que le hendiera los músculos. Y además sentía los calambres más agudos que nunca había tenido. Ahora recordaba los calambres que sintió una noche cuando lanzaba la red al agua, repetida e inútilmente.
Fue cuando Jesús le dijo: Boga mar adentro. Lanza la red a tu derecha. Simón obedeció y las redes se llenaron con tantos peces que la barca colmada amenazaba hundirse.
Pedro recordaba que se había arrodillado y que había gritado: "Señor, apártate de mí que soy un pecador". ¿Por qué había dicho eso? Hubiera más bien debido decir: "Señor, acércate a mí y perdóname; ¡acércate y ayúdame!".
¡Qué bella era la vida en el lago! Levantarse antes de la aurora, y subir en la barca y remar, y lanzar las redes, y recoger los peces, y regresar a casa. Pero Jesús le dijo que debía trabajar pescando hombres, y que lo siguiera. Como le había cambiado el nombre, también ahora le cambiaba el oficio.
Esa fue otra llamada que le hizo Jesús. La llamada al discipulado. (Lc 5,11) Entonces Simón Pedro había dejado cuanto tenía: las redes, la barca, la casa. Se había hecho discípulo. Había seguido a Jesús por doquiera. Lo había servido en todo. Una vez por estar junto al Maestro hasta se había atrevido a caminar sobre el agua. Lo que nunca hubiera hecho ni soñando, se atrevió a realizarlo creyendo, cuando Jesús le dijo: ¡"Ven"!
Fue una inmensa audacia, porque Jesús es poderoso. Recordaba su miedo, y cómo estuvo a punto de ahogarse; se hundió al dudar pero se salvó al invocar. El brazo fuerte de Jesús fue su salvación. Ese fue su bautismo. Salvado del agua por Jesús, por invocar su nombre.
A tantos había salvado Jesús. A tantos había sanado ante los ojos entusiasmados de Simón: la hijita de Jairo el criado del centurión de Cafarnaúm, Lázaro el de Betania, Bartimeo el de Jericó, el muchacho de Naím, María Magdalena, el samaritano leproso... Bastaba invocar el nombre de Jesús y los hombres se sanaban, como se curó el cojo de Jerusalén, como en Jope, cuando resucitó la señora Tabita, o como en Lida donde Eneas, el paralítico recuperó el movimiento tras treinta y ocho años de invalidez.
Salvación y salud era lo que se obraba en el nombre del Señor Jesús. El nombre que está sobre todo nombre. El nombre ante el cual se deberá doblar toda rodilla, el único nombre dado a los hombres en el cual podemos ser salvos.
La vida toda de Jesús había sido salvar y sanar. Precisamente el nombre de Jesús significa salvación. Jesús había afirmado que sobre él reposaba el Espíritu de Dios, quien lo enviaba a predicar la Buena Nueva a los pobres, a sanar a los de corazón quebrantado, a liberar a los oprimidos y a dar luz a los ciegos.
Simón sabía que ser discípulo de Jesús no sólo era acompañar al Maestro, servirle en todo y ser su colaborador, sino continuar en el mundo la misión salvadora de Jesús con la asistencia carismática del Espíritu Santo.
Por eso Pedro había querido proclamar con la voz y con los hechos cuanto había oído de Jesús y cuanto le había visto obrar. Para ello había lanzado las redes de la Palabra tierra adentro, mundo adentro y se le habían llenado de hombres: los nuevos discípulos, los de todos los siglos.
La vida parecía como un mar agitado, y la Iglesia fundada sobre Pedro, parecía una barca, a veces llena de peces, a veces tan zarandeada por la tempestad que amenazaba hundirse. Pero ahí estaba Jesús, que no le permitiría zozobrar. El calmaría los huracanes como lo hizo en el lago, cuando se quedó dormido. Al hablar Jesús era tal la calma de las olas, que desde la barca, el Maestro podía evangelizar a los hombres agolpados en la orilla.
Pero ahora Pedro estaba hundiéndose en la muerte. Le parecía que la tempestad se había desencadenado, y que él estaba despojado de todo, con las manos vacías y atadas, navegando hacia el abismo. Sin embargo, Jesús estaba con él, y también ahora le habría de salvar.
La cabeza de Simón Pedro parecía estallar. Los pies estaban ya dislocados por el peso del cuerpo. Pronto vendrían los soldados a quebrarle los huesos si antes no moría por asfixia. Cómo le dolían esos pies. Los pies que un día había lavado Cristo.
Todavía se turbaba al recordar la escena. ¿Quién no se asombraría si viera al Hijo de Dios en actitud de lavarle los pies? Pedro había rehusado. Pero cuando Cristo manda no vale ninguna razón.
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Grupo Apostólico Nueva Evangelización

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