El Hermano de Asís le comenta al Hermano León: dile a fray Pacífico que entone el Cántico del hermano sol. Fue un espectáculo para conmover a las piedras: a pocos metros de la cabaña, los hermanos cantando a todo pulmón el Cántico; los cuatro veteranos, además de fray Bernardo y alguunos más, llorando a mares; fray León con una rodilla clavada en el suelo, apoyando su cabeza en la pared de la cabaña, lloranndo desconsoladamente; el Hermano de Asís, desnudo en el suelo, con los ojos cerrados y el rostro apacible, repitiendo las estrofas que en el exterior cantaban los hermanos...
Terminada esta “liturgia” de cortesía para la Dama Pobreza y gratitud para la Madre Tierra, el Hermano no quiso que lo levantaran todavía. Esperó a que le prestaran como limosna alguna prenda de vestir, ya que, siendo un verdadero pobre, no tenía derecho a nada. Manifestó esta idea, y el guardián de la Porciúncula le trajo algunas prendas de vestir y se las entregó, diciéndole entre sollozos: «Te presto esta ropa interior, esta túnica y esta capucha, y para que conste y sepas que no tienes propiedad alguna sobre ellas, te prohíbo por santa obediencia que las des a nadie».
Era la fórmula de la pobreza absoluta y altísima. Al oír estas palabras, aquel agonizante pareció resucitar. Vibró todo su ser; se estremeció su alma de indecible alegría. Levantó los brazos, y dijo: Bendita seas mil veces, santa Señora Pobreza, que nos libertas de todas las cadenas y nos arrojas desnudos y libres en los brazos de Dios
Entonces pidió que lo colocaran de nuevo en el lecho. Así lo hicieron con infinita veneración. El Hermano Crucificado fue apagándose como un cirio. Su voz era cada vez más débil. Su rostro estaba vestido de la dulzura del paraíso. El Cántico seguía resonando en el bosque casi sin tregua día y noche. Diferentes grupos de hermanos se turrnaban para cantarlo sin cesar. En un momento, el Hermano dijo: Es el preludio, preludio de la sinfonía eterna. Fue despidiéndose de todos.
Hermano León, le dijo, camarada fiel de mil batallas, secretario y enfermero, mi madre en tantas jornadas, me despido. Perdóname por haberte arrastrado por caminos pedregosos en nuestras andanzas caballerescas por Cristo. Todas las palabras del lenguaje humano quedan cortas para expresar la gratitud que siento por ti. Te bendigo más de lo que puedo. Y te espero de pie bajo el gran arco de la eternidad. Adiós. Fray León ni siquiera escuchó estas palabras. Estaba derribado por la emoción y las lágrimas.
Dirigiéndose al primer compañero, fray Bernardo, e imponiéndole las manos, le dijo: «Absuelvo y bendigo cuanto puedo, y aun más de lo que puedo, a todos mis hermanos ausentes. Haz que les lleguen estas palabras y bendícelos en mi nombre». Sospechando que pronto sería objeto de persecución (y no se equivocó), añadió: «Es voluntad mía que en la Orden siempre sea amado con particular afecto mi querido hermano Bernardo, quien fue el primero en dar sus bienes a los pobres y en emprender conmigo el camino del Evangelio».
En esto llegó un hermano proveniente de San Damian, diciendo que Clara y las hermanas pobres estaban llorando inconsolables. Para ellas envió este mensaje: «Yo, el pequeñito hermano Francisco, deseo seguir hasta el fin la pobreza del Señor y de su Santa Madre, y les suplico de rodillas a ustedes, mis señoras, que nunca se aparten de este camino, por más que otra cosa les aconsejaren algunos».
Volviéndose al mensajero, añadió: «Dile a la Hermana Clara que le prohíbo dejarse llevar de la tristeza; y que sea en esta oportunidad la gran dama que siemmpre fue». «Muy triste se pondría si se enterase de que salí de este mundo sin antes avisarle».
«A la dama Jacoba, sierva de Dios, el hermano Francisco, Pobrecito de Dios, salud en el Señor y unión en el Espíritu Santo. Amiga carísima, debo avisarte que se acerca el fin de mi vida. Por tanto, ponte pronto en camino si quieres verme todavía vivo. Trae contigo una mortaja de saco para envolver mi cuerpo y cuanto sea necesario para la sepultura. Te ruego traerme también de aquellos pastelitos de almendras que solías prepararme cuando estaba enfermo en Roma».
Hasta ahí llegó el dictado de la carta. En este momento entró en la choza un hermano, diciendo: Hermano Francisco, la noble dama Jacoba acaba de llegar con sus dos hijos. «¡Alabado sea Dios!, exclamó el Hermano. Abridle la puerta, pues no rige para "fray" Jacoba la prohibición de entrar aquí mujeres».
Era otro espectáculo: la elegante dama romana, con sus hijos y séquito, con sus perfumes y vestidos de encajes en la choza mortuoria del Pobre de Dios, desbordando costumbres monacales de clausura: sorprendente libertad de hijos de Dios...
Después de saludarse, le preguntó Francisco si había traído los pastelitos de almendras. Ante la respuesta afirmativa de la dama, el Pobre invitó a todos los hermanos de la cabaña, diciéndoles: Venid acá todos, y comamos los sabrosos dulces preparados por «fray» Jacoba.
Estaba escrito en la vida de este hombre que todo sería sorprendente: ¡la víspera de morir, en torno de un agonizante, en la cabaña mortuoria, comiendo alegremente golosinas! Fue un espectácuulo único en la historia del espíritu. ¡Qué libertad! ¡Qué madurez!
Con la llegada de «fray» Jacoba, pareció reanimarse el Hermano; pero en seguida se hundió de nuevo en la agonía. En realidad, le faltaban pocas horas de vida.
Levantando levemente la voz, y dirigiéndose a los hermanos presentes, les dijo: «Cuando me veáis en las últimas, ponedme en el suelo, como ayer, y cuando haya expirado, dejadme todavía en el suelo el tiempo que se tarda en andar una milla.
Desde la espesura del bosque subía cada vez con más fervor el cántico del hermano sol. A las voces del bosque se agregaron las voces de la cabaña, y a las voces de la cabaña se acopló la voz tenue del agonizante, y el mundo entero parecía cantar el cántico con la estrofa a la hermana muerte.
No había estertores. El Pobre de Dios se apagaba como un humilde cirio, como la luz de un candil cuando se acaba el aceite. Los cuatro veteranos y leales hermanos, clavados en cuclillas en torno al lecho mortuorio, no se apartaron ni un instante. A estas alturas, no le suministraban medicinas. Todo estaba connsumado. Simplemente aguardaban a que el fuego se apagara. Sollozaban tranquilamente y sin suspiros.
Sólo fray León tenía desahogos más compulsivos. Por esta razón, se levantaba, iba al otro costado de la cabaña, hincaba una rodilla en el suelo, apoyaba el codo sobre la otra rodilla recostando la cabeza sobre la pared. En esta posición permanecía largas horas llorando inconsolablemente. No le importaba que lo vieran llorar y, al parecer, la fuente de sus lágrimas era inagotable.
La voz de Francisco era debilísima. Y cuando sus labios comenzaban a moverse, los hermanos se le aproximaban para escuchar sus últimas palabras. Hermano León, dijo el Hermano, oigo las campanas de la eternidad. Me están llamando a la fiesta. ¡Qué alegría!
Hubo un largo silencio. De pronto, inesperadamente, como quien llega de regiones desconocidas, el Pobre de Dios levantó la voz y dijo: Hermano León, escribe estas mis últimas palabras: Mi Señor, me arrastraré de rodillas hasta tus pies, me sentaré a tu sombra y cubriré con las dos manos mi desnudez. Con tus manos tomarás mis manos, me levantarás, me abrazarás y me dirás: Eres hijo de mi Amor y sombra de mí Sustancia. Me besarás en la frente y colgarás una guirnalda a mi cuello. Pondrás anillo de oro en mi anular y vestido de príncipe sobre mi desnudez. Y me dirás: Hijo mío, mírame a los ojos. Mírame y allá lejos, sobre las últimas laderas de tu corazón, veré escrito mi nombre. y yo te diré: Déjame entrar en ese mar. Y Tú me dirás: Entra. Y avanzaré mar adentro, y me perderé allí, y perderé la cabeza, y soñaré.
¿No te da vergüenza tenerme por hijo?, te preguntaré. Y me responderás: ¿No has visto escrito tu nombre en el rincón más florido? Pondrás tus mejillas sobre las mías y me dirás: Por los espacios siderales no hay otro: eres el único.
Mi Dios, ¿es verdad que me soñaste antes de que el rocío apareciera en la madrugada? ¿Es verdad que tus pies caminaaron por los siglos y por los mundos detrás de mi sombra fugitiva? Dime, ¿es verdad que cuando me encontraste el cielo se deshizo en canciones? ¿Es verdad que cuando se me rinden los ojos y me entrego en brazos del sueño, tú quedas a mi lado velando mi descanso?
¿Qué tengo que darte?, te preguntaré. El dar me corresponde a mí, a ti sólo el recibir, responderás. ¿Por qué no hablas?, te preguntaré. El silencio es el lenguaje del amor, responderás.
Esta noche llegaré a tu casa. Me acostarás sobre un lecho de flores. Entornarás las ventanas para que la luna no me dé en los ojos. Te diré: Vengo de lejos; soy un niño cansado y herido, y tengo sueño. Con manos de madre me tocarás los ojos y me dirás: Duerme. Y me perderé en el mar...
Se hizo un larguísimo silencio. Nadie hablaba. Todos miraban al agonizante. Un hermano leyó el Evangelio de la Pasión según san Juan. Era el atardecer del 3 de octubre de 1226. Los últimos rayos de oro cubrían de nostalgia y aires de eternidad los picos más altos de los Apeninos. La tierra había entregado su cosecha dorada y presentaba el rostro de satisfacción de quien ha cumplido su misión.
Inesperadamente, el agonizante abrió los ojos; hizo ademán de incorporarse, diciendo: Había en su voz y en su expresión algo de ansiedad, mucho de alegría y una cierta sensación de alivio de quien va a ser liiberado de la cárcel. Los hermanos lo miraron expectantes. El agonizante se hundió de nuevo en su lecho y quedó en silencio, respirando con dificultad.
A los pocos minutos abrió de nuevo los ojos, y esta vez sin ninguna ansiedad y sin moverse, dijo: Hermanos, ayudadme a incorporarme. Los cuatro veteranos lo tomaron con gran veneración y lo sentaron en el lecho mortuorio. Extendió los brazos y, mirando hacia la puerta de la choza, dijo con voz apagada: «Bien venida seas, hermana mía, Muerte», No sé por qué todo el mundo te teme tanto, amable hermana. Eres la hermana libertadora, llena de piedad. ¿Qué sería sin ti de los desesperaados, de los sumidos en la cárcel de la tristeza? Nos libras de este cuerpo de pecado, de tantos peligros de perdición. Nos cierras las puertas de la vida y nos abres las puertas de la Vida.
Luego, dirigiéndose a los presentes, les dijo: Caballeros de mi Señor, si en el transcurso de nuestra breve vida hemos rendido cortesía caballeresca a nuestra señora Pobreza, es correcto que lo hagamos ahora con la señora hermana Muerte que acaba de llegar para librarme de la cárcel del cuerpo y llevarme al paraíso inmortal.
E improvisó una “liturgia” caballeresca. Mandó al médico que se plantara en la puerta de la choza y que, como introductor de embajadores, anunciara solemne y gozosamente la llegada de la ilustre visitante.
Pidió a los hermanos que lo colocaran en el suelo. Por última vez los cuatro leales veteranos lo tomaron con infinita reverencia y lo colocaron en la tierra sobre una piel de oveja. El Herrmano mandó que, en honor de la hermana Muerte, derramaran polvo y ceniza sobre su cuerpo. Así lo hicieron.
Pocos minutos después el moribundo comenzó a rezar el salmo “Con mi voz clamé al Señor”. Los hermanos lo continuaron. El Hermano tenía cuarenta y cinco años. En veinte años escasos había consumado esta singular historia del espíritu.
En el bosque y en la cabaña, los hermanos seguían cantando fervorosamente el Cántico del hermano sol. El Hermano yacía en el suelo. Ya no se movió más. Todo estaba consumado. En este momento se formó espontáneamente, sin ningún plan premeditado, un cortejo triunfal que acompañaría al Pobre de Dios hasta el umbral del paraíso.
Abrían la marcha los ángeles, arcángeles, querubines, serafiines, principados y potestades. Ocupaban el firmamento de un extremo a otro y cantaban hosanas al Altísimo y a su siervo Francisco.
Luego venían los jabalíes, lobos, zorros, chacales, perros, pumas, bueyes, corderos, caballos, leopardos, bisontes, osos, asnos, leones, paquidermos, antílopes, rinocerontes. Todos ellos avanzaban en orden compacto. No se amenazaban ni se atacaban unos a otros. Al contrario, parecían viejos amigos.
Detrás volaban los murciélagos, mariposas, abejas, cóndores, colibríes, alondras, moscardones, golondrinas, grullas, zorzales, pinzones, perdices, gorriones, ruiseñores, mirlos, gallos, gallinas, patos. Había tal armonía entre ellos como si toda la viida hubieran convivido en el mismo corral en la mejor camaradería.
Más tarde seguían los caimanes, delfines, hipopótamos, peces espada, ballenas, pejerreyes, dorados, peces voladores, truchas. Era admirable: los peces grandes no se comían a los peces chicos. Parecían hermanos de una misma familia. Finalmente cerraban el cortejo las cobras, anacondas, víboras, boas, lagartos, lagartijas, dinosaurios, plectosaurios y serpientes de cascabel.
Mientras en el bosque de la Porciúncula no cesaba de resonar el Cántico del hermano sol, todos estos hermanos cantaban, gritaban, piaban, graznaban, rebuznaban, silbaban, bramaban, aullaban, ladraban, rugían, balaban, mugían.
Desde el principio del mundo no se había escuchado semejante concierto. Todas las criaturas, según su naturaleza, cantaban aleluyas a su amigo y hermano Francisco. Y Francisco y las criaturas alababan, al unísono, al Altísimo Creador.
Detrás de esta escolta triunfal, el Hermano de Asís, sentado sobre un burrito, se despegó de la tierra y empezó a cruzar los cielos. Se había abierto la puerta grande del paraíso como en las grandes solemnidades. Desde el día de la Ascensión, no se había abierto esa puerta. El Pobre de Dios arrastraba consigo a toda la creación al paraíso. Había reconciliado la tierra con el cielo, la materia con el espíritu. Era una llama desprendida del leño. Era la piedad de Dios que retornaba a casa.
Lentamente, muy lentamente, el Hermano fue internándose en las órbitas siderales. Fue alejándose como un meteoro azul hasta que se perdió en las profundidades de la eternidad.
¡Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA EL HOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangelización
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