viernes, 9 de octubre de 2009

Pobreza y fraternidad

Había en Rivotorto dos árboles interdependientes que habían creecido muy altos: la pobreza y la fraternidad. Pero había una flor que brillaba con colores propios: la alegría. ¡La penitencia vestida de alegría!
-Somos los hombres más alegres del mundo -pensaba Francisco de Asís-, porque nada tenemos. Ya en aquellos meses les repetía Francisco lo que más tarde habría de estampar en la legislación: «Mostraos contentos con el Señor, alegres y amables como conviene».
Como de la semilla de la rosa nace el rosal, como la resurrección brota de la muerte de Jesús, la alegría franciscana surge de la pobreza franciscana. Hermano, dijo un día Francisco a uno de sus compañeros: Hace buen día; vete a la mesa del Señor a pedir limosna. Después de varias horas regresó el hermano, no con mucha limosna, pero sí cantando de alegría. Al escuchar a lo lejos su canto, Francisco, lleno de felicidad, salió corriendo a su encuentro y, descargándole las alforjas, lo abrazó efusivamente, le beso en los dos hombros y lo tomó de las manos exclamando: Bendito sea nuestro hermano que ha ido a mendigar sin hacerse rogar, y ahora vuelve a casa de tan buen humor.
Una vez, estando todos dormidos, un hermano comenzó a dar ayes lastimeros. ¿Qué pasa?, preguntó Francisco. -Me muero, respondió el otro. De un salto se levantó el Hermano. Encendió la lámpara y comenzó a moverse entre los hermanos dormidos mientras preguntaba: ¿Quién es? ¿Dónde estás? -Aquí estoy, soy yo, hermano Francisco, dijo el otro. Arrimándole la lámpara, le preguntó: ¿Qué pasa? -Hambre, hermano Francisco, me muero de hambre. Francisco sintió que se le apretaba el corazón y le crujían las entrañas de madre. Quiso disfrazar el dolor de su alma con aires de alegría y buen humor.
Hermanos queridos, levantaos todos. Hagamos fiesta. Traed todo lo que haya de comer. ¿Que habría? ¿Algunas nueces y aceitunas? Acabaron con todo. Comieron todos. Cantaron todos. ¡Espectáculo único de familia pobre y feliz! Francisco estuvo en la fiesta nocturna extremadamente efusivo. En el fondo, sin embargo, su alegría era una piadosa máscara. Como una serpiente se le enroscó el temor en el corazón: ¿No estaría cargándoles pesos insoportables? ¿No era él un desconsiderado al imponerles semejante pobreza? Sufría. Temía.
Para esos momentos no había ninguna prioridad, ni siquiera la de la pobreza. Lo único importante era el hermano mismo. No importaba que fuese día de ayuno riguroso. Nada importaba el silencio y otras formalidades.
El hermano estaba por encima de todo. Aquello era una familia. Cada hermano valía tanto como la familia, la Orden o la ciudad. No había ningún valor por encima del hermano mismo. Cuando sufría uno, sufrían todos.
De nuevo se acostaron todos en medio de bromas. Todos, menos Francisco. Pensó largamente en cada uno de ellos. Los depositó a todos, y uno por uno, en las manos del Padre Dios.
Y aquí comenzaba el gran salto: de la pobreza a la fraterniidad. Allí donde los miembros de una comunidad se bastan para todo y no tienen necesidades, ahí es difícil la fraternidad, casi imposible. Más que los principios, es la misma vida la que va abriendo cauces fraternos. Donde se da una necesidad, viene la ayuda del otro. La pobreza crea necesidades y las necesidades abren a los hermanos unos a otros.
Este género de vida primeramente se vivió; y en sus últimos años el Hermano lo codificó. Francisco comienza diciendo que los «hermanos no se apropien absolutamente nada para sí, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna». Las propiedades dan al hombre sensación de seguridad. Al no tener nada, el hermano queda como ave desplumada. Viene a ser como un juguete al vaivén de los vientos, con sensación de orfandad y debilidad completa. El ser humano, para no sucumbir al peso de la desolación, necesita una mínima seguridad. ¿Dónde encontrarla? En los brazos de la fraternidad.
A estos hermanos, sin monasterio, ni convento, ni hogar, indefensos y huérfanos de todo apoyo, caminando a campo abierto del mundo, Francisco les dice que «dondequiera que estén o se encuentren unos con otros, manifiéstense mutuamente domésticos entre sí».
He aquí la idea y la palabra genial: domésticos; esto es, la fraternidad hará las veces de casa. Manifestándose acogedores o familiares entre sí, el calor fraterno sustituirá, hará las veces de hogar. La seguridad y cobijo que a otros les da una casa confortable, en nuestro caso se los dará el calor fraterno.
¿Qué más? Hasta ahora poco hemos solucionado. Quedan mil necesidades y emergencias en cuanto al vestir, comer, enfermedades. Francisco lo sabía: ¿cómo solucionarlas? El dinero abre todas las puertas. Estos hermanos no disponen, ni pueden disponer de dinero. ¿Qué hacer entonces?
Otra vez el Hermano responderá con admirable sabiduría: «Manifestaos confiadamente uno a otro vuestras necesidades». He aquí la pobreza y la fraternidad enlazadas en un maridaje ideal. ¡Rota la verticalidad y abiertos los horizontes! Es decir, los hermanos abiertos unos a otros, unos para dar y otros para recibir, unos para exponer necesidades y otros para solucionarlas. Con que simplicidad provoca Francisco el éxodo pascual, la gran salida fraterna, origen de toda liberación y madurez.
Y si son tantas las necesidades, o si realmente los hermanos no pueden solucionarlas, ¿qué hacer? Y aquí el Hermano levanta de nuevo la bandera de la madre, la que transforma el imposible en posible: «Haced lo que una madre hace con el hijo de sus entrañas». Así, sin grandes teologías y psicologías, Francisco lanza a los hermanos a la gran aventura fraterna en el campo abierto de la pobreza. Yo no dudo en calificar de genial el capítulo VI de la Regla definitiva en cuanto esquema organizativo de vida.
Cuatro hermanos van por el mundo, supongamos. A uno de ellos se le lastima el pie. Los otros tres se «vuelven» para ayudarlo. Uno va en busca de agua tibia; el otro pide una tira de lienzo; el tercero, mientras tanto, lo cura y lo cuida. Los tres están vueltos al hermano herido.
Otro día se apodera fiebre alta de otro de los hermanos. Detienen la peregrinación y viven tres días y tres noches en función del hermano con fiebre. Uno sale al campo en busca de hierbas medicinales. El otro recorre la aldea procurando una habitación o al menos un pajar para acostar al enfermo. El tercero no se mueve de su lado. Se alternan en los cuidados. Como una madre para el hijo, los tres viven para el enfermo. De noche le prestan el manto para cubrirse bien. Se sienten felices al ver que la fiebre cede. Reemprenden la peregrinación. Van observando y midiendo las fuerzas del convaleciente para, según esas fuerzas, ir mas de prisa o más despacio. En suma, todos están salidos y vueltos hacia el otro. Otro hermano cae en una crisis de depresión y se abre a los demás. Estos sufren con él, oran por él. Lo consuelan, lo fortalecen. No hay «mío» y «tuyo». Todo es común, salud, enfermedad, tristeza, alegría. Todo es transparencia y comunicación.
Francisco imagina el caso peor: uno de los hermanos cae gravemente enfermo mientras van por el mundo. ¿En qué hospital, en qué enfermería internarlo? No tienen casa, hospital ni enfermería. ¿Qué hacer? Francisco viene a decir: La fraterniidad será (hará las veces de) la enfermería: «Los otros hermanos deben servirlo como quisieran ellos mismos ser servidos». El cuidado fraterno «es» el hospital. Por ser pobres, se necesitan. Al necesitarse, se ayudan y se aman. Al amarse, son felices y testifican ante el mundo que Jesús es el Enviado.
¡Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA EL HOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangeliación

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