jueves, 8 de abril de 2010

El Hijo de Dios

Para hacernos partícipes de la salvación adquirida por Cristo Jesús, Mateo ha escogido cinco aspectos que todos juntos conforman el panorama de la Nueva Alianza. El evangelista nos ha pintado este maravilloso cuadro, no como un reportero de hechos sucedidos en aquel momento, sino cual teólogo que descubre el sentido profundo de los acontecimientos, y presenta los frutos de la redención ganada por Cristo Jesús.
Todo arco iris parte de un punto y luego se eleva a las alturas, para finalizar aterrizando otra vez. Con este último detalle que nos presenta ahora el evangelista, vamos a llegar al objetivo, sin el cual quedaría incompleto: La confesión de fe del centurión romano.
Al inclinar su cabeza y exhalar el último suspiro, Mateo nos narra: Por su parte, el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron, “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”: 27,4.
En un primer momento parece que la proclamación que Jesús es el Hijo de Dios, sea consecuencia del temor. El texto bíblico nos ofrece tres pistas maravillosas para cambiar esta visión: Se llenaron de miedo: No se trata de un miedo por los fenómenos tan extraordinarios que están sacudiendo la creación. Se refiere al temor clásico de las grandes teofanías en el Antiguo Testamento. Cuando Dios manifiesta su gloria, el hombre tiembla delante de la grandeza y santidad divinas. Este miedo es el mismo temor de Abraham, Moisés y María, cuando Dios se hace presente en sus vidas.
Al ver lo que pasaba: Los soldados, son testigos de lo que está sucediendo. Sin embargo, no permanecen en la periferia de los hechos. Han sabido interpretarlos y cerrar el círculo para comprender el sentido de lo que acontece.
Verdaderamente era el Hijo de Dios: El centurión certifica que no se trata de un sentido metafórico ni de una comparación, sino de una realidad. Es la verdad, aunque los responsables de la ortodoxia lo hayan rechazado. El hombre que acaba de expirar era el mismo Hijo de Dios.
El soldado pagano y sus subalternos tuvieron dos actitudes complementarias: Creen que Jesús verdaderamente es el Hijo de Dios, y luego lo proclaman públicamente, delante de verdugos y enemigos del ajusticiado, asumiendo los riesgos y consecuencias de su fe.
Según Pablo, creer con el corazón y proclamar con la boca, son las condiciones necesarias para apropiarnos la salvación de Jesús. El corazón representa lo más profundo: Adhesión al plan de Dios en Jesucristo, su estilo de vida y su doctrina. Estar absolutamente convencidos que Jesús es el único y suficiente Salvador. La boca y sus palabras, por ser lo más externo, significa que nuestra fe se tiene que manifestar en la vida.
Creer, es un acto personal e intransferible, pero sin caer en el individualismo. Sin embargo, la declaración ha de ser una acción de comunión con los testigos del Calvario. Por eso, Mateo subraya que no sólo el centurión romano, sino también sus compañeros proclaman que Jesús es el Hijo de Dios y Salvador universal.
Además, cuando Pablo se refiere a la muerte de Jesús, no se limita a narrar un hecho del pasado, sino que subraya la intencionalidad del mismo: Murió “por nosotros” (1Cor 15,3). Y su sacrificio fue completo y eficaz.
Jesús ciertamente ya nos salvó hace dos mil años, pero esta redención no se hace efectiva hasta el día que creamos que su muerte fue suficiente para pagar el precio de nuestra salvación y que su resurrección es la victoria total sobre toda injusticia y maldad de este mundo. Para apropiarnos sus méritos salvíficos, se precisa de nuestra fe, que incluye tanto creer como proclamar; creer con el corazón y declarar no sólo con palabras, sino con la vida y con el martirio si fuera necesario.
El centurión encargado de ejecutar la pena capital, vivió intensamente el claroscuro de muerte y resurrección. Si Jesús se hubiera bajado de la cruz como lo sugería aquel ladrón que lo insultaba y como sus enemigos lo retaban, el centurión debería entonces haber pagado la sentencia de aquel hombre que se había escapado de morir. La vida de Jesús hubiera significado su propia muerte, pero la muerte de Jesús, será motivo para que él tenga vida.
El centurión romano nos muestra cómo cerrar el círculo, para que este momento eterno en la vida de Jesús sea histórico en cada uno de nosotros. Él llegó a confesar públicamente lo que su corazón creía.
Cada uno de nosotros está llamado a hacer lo mismo de forma personal. Sin embargo, ha de existir un cambio con respecto a la expresión del centurión. En vez de afirmar que Jesús “era” el Hijo de Dios, a nosotros nos corresponde confesar que “es” el Hijo de Dios, el Salvador del mundo y Señor de cielos y tierra; el único mediador entre Dios y los hombres y que no hay otro Nombre dado a los hombres para ser salvados. Nosotros podemos entregarnos hoy a ese Jesús para ser lavados y purificados por su sangre preciosa. Si confesamos con nuestra boca lo que creemos en nuestro corazón, seremos salvados.
Algunas personas pueden reducir los fenómenos narrados por Mateo a simples acontecimientos históricos, lo cual sería permanecer en la superficie. Otros son capaces de dar un salto para encontrar el significado teológico. Sin embargo, esto tampoco sería suficiente. Lo esencial es que lleguemos a creer y proclamar nuestra fe en Jesús para apropiarnos los frutos de la redención ganados en el árbol de la cruz.
Oración del Centurión. El día de mi conversión hubo tantos ruidos externos, pero al mismo tiempo yo viví un silencio interno. Yo tenia fijos los ojos en tu cruz. Atrás de aquellos rojos ojos hinchados existía un mensaje misterioso que poco a poco yo fui descifrando. Hablabas más con tu actitud, que con palabras.
Percibí cuando clavaste tus ojos en mí de manera personal. Tu mirada penetró hasta lo más hondo de mi alma. Sentí que me invitabas a participar contigo del misterio del amor. Yo desvié mis ojos porque tu actitud, serena y señorial, me desconcertaba. Pero poco después se encontraron nuevamente nuestras miradas.
No me considerabas como tu verdugo, sino con ternura y misericordia. Esto me perturbó internamente. Ante tu presencia tan digna y soberana temblaron todas mis seguridades humanas, y una luz penetró hasta los rincones más profundos de mi existencia. El velo de mi indiferencia se comenzó a rasgar para encontrar sentido real a mi historia. Yo no necesité tres años a tu lado para reconocerte como Señor de mi vida. Sólo tres horas fueron suficientes. Fascinado por tu persona, comencé a pensar: ¿Por qué no te encontré antes? ¿Por qué tuvo que ser hasta hoy precisamente que tú estás partiendo? ¿Por qué tuve que conocerte de esta manera con este rostro deformado y tu carne partida a jirones? Mis preguntas eran una forma de entregarme totalmente en tus manos. Entonces, brotó desde dentro de mí un volcán, confesando mi fe, sabiendo que aunque ya habías muerto, estabas vivo dentro de mí.
Oración personal. Señor, yo creo que en tu muerte salvífica no sólo diste la vida por mí, sino también a mí. Yo creo en tu resurrección de entre los muertos. Yo confieso públicamente y en voz alta que eres el Hijo de Dios y el único Salvador. Te declaro como mi Salvador personal. No hay otro Nombre dado a los hombres para ser salvados. Renuncio a cualquier otro salvador y mesías que me ofrezca la felicidad en este mundo o en el otro.
Al penetrar más allá de las palabras y comprender los símbolos preñados de mensajes, comprendemos por qué Jesús declaró que cuando estuviera en lo alto de la cruz, atraería a todos hacia sí. (Jn 12,32) En verdad, su actitud y la trascendencia de su entrega son fascinantes. Nos ha cautivado y enamorado. Ahora sí podemos entender por qué Pablo estaba apasionado por este instante eterno, que centraba su atención en Cristo, en Cristo crucificado.
La muerte de Jesús, lejos de ser trágica, es fascinante. Dalí y Velázquez han sabido reflejar por qué. Mateo, en vez de acentuar el aspecto del dolor, nos ha sabido subrayar las consecuencias de esta entrega incondicional, para trasformar el drama en poema. Por tanto, más que despertar sentimientos de compasión, es para aprovechar los frutos de esta ofrenda voluntaria en el árbol de la cruz, que ha logrado el perdón y justificación de toda la humanidad. Ahora ya estamos en paz con Dios, gracias a Jesucristo, que se ha entregado por nosotros.
El centurión vio lo que era invisible para los ojos; no sólo los hechos que habían sucedido en aquel momento, sino su significado. Una cosa veía o sentía, pero esto era sólo el trampolín para creer en otra: La divinidad del ajusticiado y las consecuencias de su obra salvífica: En vez de provocar tinieblas, las ha hecho desaparecer de la tierra entera, inaugurando la nueva creación.
Su grito angustioso, preguntando a Dios por qué lo había abandonado, se debía a que no solamente llevaba nuestros pecados, sino que también estaba identificando con él y asumía las consecuencias del mismo. Ha rasgado el velo del Santuario, para que ingresemos a la Presencia Divina. No es preciso purificarse para entrar al Santuario de Dios. Es su Santa Presencia quien nos purifica. Su cruz, signo inequívoco del amor del Padre y de Jesús a la humanidad, permanece inmutable en cualquiera de los vaivenes de la vida. La muerte de Jesús no provoca muerte; al contrario; los muertos resucitan en virtud a su entrega total en las manos del Padre.
Y lo más importante. Este relato no es para tener un dato histórico de un hecho acaecido en las afueras de Jerusalén, sino para que cada uno de nosotros, personificado en el centurión romano, pueda creer con todo su corazón que Jesús es el Hijo de Dios y proclamar con su vida que es el único Salvador de este mundo capaz de liberarnos de cualquier sepulcro y resucitarnos para una vida nueva y plena.
Hace pocos años un jugador del equipo de fútbol de Camerún expiró de la forma más bella en el campo de juego. Pero la muerte de Jesús la supera con mucho, porque Marc Vivien Foé no murió por nadie. En cambio, el sacrificio de Jesús tenía una intencionalidad: era por nosotros, para que atravesando el velo del Santuario participemos de la vida en abundancia que él nos entregó desde la cruz.
Jesús es el único Salvador y no hay otro. Hace dos mil años ya realizó la salvación de todo el género humano, pero esto es incompleto hasta el momento en que nos adhiramos a él por la fe y vivamos de acuerdo a la nueva vida que él ganó por nosotros cuando se reveló como verdadero Señor que domina la muerte y señorea sobre la creación entera. La cruz de Jesús nos libera de las cruces sin sentido o estériles, que son fruto del pecado. La cruz de Jesús no es para hacernos morir, sino para hacer morir en nosotros todo aquello que no nos deja vivir, vivir como hijos de Dios.
Mateo ha logrado pintar de manera genial este instante que traspasa la frontera de la eternidad, que ha dividido la historia de la humanidad en dos partes, para que también nuestra vida pueda comenzar otra vez, gracias a los frutos de la redención obtenidos en el Calvario.
Si Salvador Dalí y Diego Velázquez lograron representar esta fascinante muerte de Jesús, nosotros también con nuestra vida podemos dibujar una obra de arte gracias a la maravillosa muerte del Hijo de Dios, que también era hijo de María; es Señor y vendrá de nuevo en gloria para recoger los frutos del árbol de la cruz.
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