Hace unos dos mil años existió un hombre que tenía un hijo que sufría de ataques epilépticos. Ya había consultado a los mejores médicos y especialistas del país y del extranjero, los cuales siempre hicieron la misma predicción: el muchacho no tenía remedio. Científicamente estaba desahuciado.
A este hombre no le importaba gastar todo su dinero en chequeos, análisis, medicinas y todo cuanto estaba a su alcance. No hubo médico que no visitara, ni clínica u hospital que no conociera... incluyendo las mundialmente famosas clínicas del sur de la Mesopotamia.
A cada esperanza fallida venían un desánimo y una mayor frustración. Después de cada intento, el padre creía menos en la medicina. A decir verdad, ya no tenía fe; pero todavía tenía amor, y sólo eso le mantenía luchando contra todas las comprobaciones científicas de los médicos de su tiempo. Un buen día este padre oyó hablar de Jesús y sus discípulos. Se decía que hacían milagros, curaban ciegos y hasta resucitaban muertos. ¿Por qué no hacer un último intento y llevar a su hijo con ellos? Tal vez podrían curarlo. Pero si no daba resultado, ¿no iba a recibir un golpe más duro, una nueva decepción y una más profunda frustración? ¿Valía la pena hacer el intento? ¿Qué acaso ya no era mejor no esperar nada, para no volver a ser defraudado?
Fueron terribles para su alma estos momentos de duda e indecisión. Sus amigos le aconsejaban que no fuera, los médicos se oponían rotundamente y él mismo en su corazón no se resolvía. Afortunadamente no se dejó llevar por lo malo que podría pasar, sino que confió en que algo bueno podría resultar. Con su corazón lleno de misericordia y ternura para con su hijo enfermo, se encaminó a una nueva aventura en la que nadie podría predecir el desenlace.
En medio de las murmuraciones de los médicos y las risas burlonas de los amigos, el hombre se encaminó hacia el monte Tabor donde se decía que Jesús estaba predicando. Desde kilómetros de distancia alcanzó a ver una multitud de gente. Seguro de que allí se encontraba Jesús con sus discípulos, se dirigió hacia allá. Se acercó lentamente, con la inseguridad del que no sabe lo que va a suceder. Llevaba a su hijo delante, rodeándole con sus brazos el cuello. Comenzó a observar detenidamente a cada uno de los que estaban en el centro de la multitud. ¿Quién era Jesús? ¿Cuál de los nueve, era el taumaturgo nazareno que amaba y sanaba a los enfermos?
Jesús no estaba. Se había ido a la montaña y nadie sabía cuándo iba a regresar. Esta fue la primera de otras decepciones que iba a sufrir esa mañana. Tal vez hubiera sido mejor no venir, para no fatigar al muchachito con el sol, el calor y la sed. Jesús no estaba; ni siquiera Pedro, ni Santiago, ni Juan. Los tres discípulos preferidos se habían ido con Jesús a la cima del monte.
El padre del enfermo sintió una tristeza mortal en su corazón. Ya estaba pensando en retirarse, cuando los discípulos comenzaron a imponer manos sobre los enfermos y los ciegos empezaron a ver, los sordos a oír y los paralíticos a andar. Algo asombroso y único estaba pasando ante sus ojos. Todos los enfermos estaban siendo sanados. Los cojos brincaban, los leprosos quedaban perfectamente limpios y hasta espíritus malignos eran expulsados. Un rayo de esperanza penetró hasta lo más profundo del padre atribulado. Por primera vez en muchos años, volvía a tener un poco de fundada esperanza en que su hijo podría sanarse.
Lenta y tímidamente presentó su hijo a uno de los apóstoles. Este, con mucha seguridad, le impuso las manos y comenzó a orar. La oración se prolongó un poco más que con los otros enfermos. Entonces, otro de los apóstoles también se acercó y le impuso sus manos. Entre los dos increpaban al espíritu inmundo para que dejara de atormentar a aquel muchacho inocente. Pero todo seguía igual.
El papá del joven sintió un sudor frío en medio de aquel calor de la mañana. Su sangre se le helaba y su boca estaba reseca por el nerviosismo y la incertidumbre que a cada momento crecía. Entonces otro, y otro, y otro más de los apóstoles, se sumaron al grupo de oración, hasta que los nueve rodearon al muchacho enfermo pidiendo y rogando por su salud. Nada sucedía. Toda la gente estaba expectante y sorprendida... Este era el único enfermo que no se sanaba esa mañana.
Después de un largo rato, cada uno de los nueve apóstoles, agotado y desanimado, dejaba el grupo y poco a poco se alejaba del enfermo. En el rostro de todos ellos se reflejaban el fracaso y la pregunta: ¿Por qué no se había sanado ese enfermo? El padre no parpadeaba. Con su mirada penetraba los corazones de los apóstoles y una vez más se convencía, ahora con mucha mayor certeza, de que su hijo no tenía remedio. Ya estaba comprobado científicamente, y todos los intentos de curación le seguían dando la razón a los médicos.
El padre abrazó a su hijo, el cual parecía no darse cuenta de la tragedia que su padre estaba viviendo. El enfermo más grave era el padre. Estaba totalmente desalentado, desanimado y decidido a nunca más buscar la sanación de su hijo.
En esos momentos un rumor comenzó a crecer en medio de la muchedumbre, que miraba hacia el monte. Todo mundo comenzó a gritar y correr. Era el Maestro que bajaba del monte. La multitud, como una gigantesca ola de mar que revienta, salió al encuentro de Jesús, que venía más radiante que nunca, con su rostro transfigurado. Atrás de él caminaban Pedro, Santiago y Juan, que también reflejaban un destello de luz celestial.
Desde lo alto del monte, Jesús vio cómo el abanico humano se iba cerrando en torno a él. Todos corrían, gritaban y se alegraban de ver al Maestro. Todos, menos los nueve discípulos, que con la cabeza baja caminaban lentamente, sin atreverse a mirar de frente.
Jesús, que desde lo alto contemplaba todo, se dio cuenta de que un hombre ni siquiera se había movido. Era el único que se había quedado inmóvil ante la presencia de Jesús. El único que no había salido a su encuentro. Con su hijo en los brazos, lloraba el amargo llanto del que no tiene esperanza ni en quién confiar.
Jesús fijó su atención no en la multitud que comenzaba a cercarlo, ni siquiera en los tristes nueve discípulos que venían detrás. Sólo contemplaba a aquel hombre petrificado por la decepción. Haciendo oídos sordos a los gritos y aplausos, se dirigió hasta donde el pobre hombre se encontraba. No preguntó nada. Guardó silencio y toda la muchedumbre enmudeció.
El pobre padre se arrodilló ante Jesús diciéndole: "Señor, ten misericordia de mi hijo único. Le he llevado ya con tus discípulos y ellos no han podido curarle". Entonces Jesús tocó suavemente al muchacho, y este al instante comenzó a agitarse con violencia. Todos sus músculos se tensaron, caía a tierra y se revolcaba, echando espumarajos por la boca. Sus dientes rechinaban y gritaba con voces salidas del infierno.
¿Qué pasa? preguntó el padre. Ahora todo va de mal en peor. Si los discípulos nada habían logrado, ahora que llegaba Jesús todo se empeoraba. ¿Por qué cuando Jesús se acerca suceden cosas tan extrañas?
El Maestro contemplaba tanto al muchachito que se retorcía en medio de gritos y contracciones de sus músculos, como al padre que sufría en su interior lo mismo que su hijo manifestaba exteriormente. Los ataques del hijo eran dagas que se encajaban en el corazón del padre. Mientras el hijo sufría, su padre moría. Los discípulos, por su parte, comenzaron a desesperarse: ¿Por qué Jesús no hacía nada?
Entonces Jesús, con paso firme, se acercó al enfermo más necesitado: el padre; y le hizo una pregunta que parecía no responder a la gravedad del caso que estaba delante: "¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?".
Era la misma pregunta que todos los médicos siempre le habían hecho. El padre se sintió otra vez como si estuviera en un consultorio de los muchos doctores que había visto. La gente tampoco entendía por qué Jesús se entretenía con ese tipo de preguntas. La enfermedad del muchacho requería una urgente intervención. ¿Por qué Jesús estaba con el padre, si el enfermo era el hijo?
Jesús no preguntó al padre desde cuándo sufría su hijo, sino desde cuándo él como padre había comenzado a agonizar, desde cuándo había comenzado a perder la fe, desde cuándo estaba muerto a la esperanza. Es que Jesús quería sanar primero al que más necesidad tenía de curación: el papá enfermo.
Desesperado, como el náufrago que se agarra del tablón que le sostiene en medio del mar, le dijo a Jesús: "¡Si algo puedes, ayúdanos! ¡Compadécete de nosotros!".
Notemos cómo también él se siente enfermo, necesitado de Jesús. Pide comprensión y compasión para su hijo y para él. Pero el Maestro contesta con una de las respuestas más bruscas y violentas del Evangelio: "¿Qué es eso de si puedes?". Aparte de los regaños de los médicos por haber traído a su hijo, ahora era reprendido también por Jesús, delante de toda aquella multitud. ¡¡Todo es posible para el que cree!! -gritó Jesús. ...y aquel hombre creyó al instante. "¡¡Creo!!", confesó.
El que ya no creía en nada ni en nadie, puso su confianza en Jesús y creyó en Jesús. El que tiene menos apoyos humanos, está más disponible para creer en una fuerza y una salvación que no viene de los hombres. Sin embargo, también confesó que hasta para creer tenía necesidad de ayuda: "...pero ayuda a mi poca fe".
En estos momentos ya no pide por su hijo. Está pidiendo por él. Se reconoce necesitado. El enfermo es él, el necesitado es él. Y Jesús respondió. El nunca desoye esta petición. La fe que es capaz de curar y transformar al hombre, no se consigue por esfuerzo y mérito propios. Es una gracia que Jesús concede a quien humildemente reconoce que la necesita.
Jesús le ayudó y el hombre creyó sin poner condiciones. Creyó más en Jesús que en los médicos. Creyó que todo era posible, aunque estuviera comprobado científicamente lo contrario. Esperó algo nuevo y diferente en su vida y en la de su hijo.
Creyó en Jesús, no como médico, sino como Jesús. Le creyó más que a los médicos. Y sobre todo, le creyó más a Jesús que a lo que sus ojos veían: su hijo revolcándose y gritando en medio de gestos diabólicos.
Al creer, sanó. Al creer en la posibilidad de lo imposible y esperar contra toda esperanza, se le abrió una puerta que él mismo se había cerrado. Ciertamente antes de vislumbrar la luz, tuvo que pasar por el túnel más oscuro. Por fin había confianza en su vida. Al esperar con certeza lo que siempre había deseado como simple posibilidad, fue cuando lo recibió. Fue a pedir curación para su hijo y el primer curado fue él. Jesús sanó primero al más necesitado.
¿Qué es más difícil: sanar a un epiléptico, o que un incrédulo llegue a creer? Los hombres siempre creemos que hay cosas fáciles y difíciles. Pero para Jesús no es así. Para él todo es fácil. Por tanto, no hizo primero lo más difícil, sino lo más urgente. En cuanto el hombre creyó, todo cambió en su vida y en la de su hijo.
Cuando el padre tuvo fe, sanó; y entonces Jesús fue a atender al otro enfermo que se estaba revolcando en el polvo. Jesús acababa de resucitar a un muerto; ahora iba a dar la salud a un moribundo.
Cuenta el Evangelio que Jesús increpó al espíritu maligno y que éste salió con tal violencia, que el muchacho quedó boca abajo, como muerto. Después de golpes violentos contra el suelo, gritos y sonidos infernales, el muchacho se quedó inmóvil. Ya no respiraba, yacía en tierra. Toda la muchedumbre enmudecía y no parpadeaba.
¿Qué había pasado? ¿Jesús también había sido derrotado? ¿La muerte había dado fin al suplicio del joven? Otra vez la ciencia parecía haber tenido la razón. Todos estaban perplejos y no sabían qué pensar. ¿La muerte había vencido al que se decía era la resurrección y la vida?
Todo mundo desconfió de Jesús, menos uno: el padre del muchacho. Tenía delante de sí a su hijo muerto, pero su fe estaba puesta en ese hombre, que resplandecía como el sol y sus vestidos eran más blancos que la nieve. Todos podían dudar, menos él. ¿Cómo no estar seguro de que Jesús podía dar vida a un cuerpo inerte, si le acababa de dar esperanza a un alma muerta por la incredulidad?
El también estaba muerto hacía unos pocos minutos, pero ahora estaba más vivo que toda aquella multitud. El estaba ya experimentando la salvación de Jesús. Ahora sí tenía un fundamento seguro para confiar y no iba a ser defraudado: él estaba sano porque Jesús le había sanado. Y su salud trajo la salud de su hijo. En cuanto el padre cambió, el hijo sanó. El esperó cosas buenas y vio algo todavía mejor de lo que esperaba.
Con la serenidad asombrosa del que se sabe vencedor de la muerte. Jesús tomó de la mano al muchacho y le levantó. El joven se puso de pie y con tranquilidad y una mirada llena de paz, la sonrisa en la boca y los ojos llenos de alegría, abrazó a su padre. El padre vio sano al hijo cuando creyó firmemente que podría estarlo. No fue el padre quien condujo a su hijo enfermo para que recibiera la salud. Fue el hijo enfermo quien llevó a su padre moribundo para que recibiera la vida de la fe. Notemos las tres intervenciones del padre ante Jesús: 1a.: Señor, ten misericordia de mi hijo. 2a.: Si algo puedes, ayúdanos. 3a.: Creo, pero aumenta mi fe.
En la primera intercede por su hijo. Luego pide por los dos (ayúdanos), pero termina comprendiendo que el necesitado es él, y exclama: aumenta mi fe. Fue hasta que se convenció de que el enfermo era él, que Jesús le dio la fe, y fue entonces cuando su hijo fue sanado.
El creyente no divide los problemas en fáciles y difíciles, con solución y sin solución. Para Jesús todo es posible, especialmente las cosas imposibles, aunque la ciencia diga lo contrario, porque el poder de Dios se manifiesta en toda plenitud en la debilidad de los hombres.
En la medida que creemos, es lo que vivimos. Por eso el cristiano no puede vivir bajo el influjo de las apocalípticas predicciones de los profetas de desventuras, que únicamente hablan de los próximos males en el mundo. Por el contrario, el creyente sabe que tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga una nueva vida, y vida en abundancia.
El cristiano nunca tiene miedo, porque no ha recibido un espíritu de temor, sino un espíritu de libertad que le hace exclamar: Abbá: Padre. No teme ni a la muerte, porque Cristo ha vencido la muerte. Para el cristiano no hay muerte, porque el que cree en Cristo, aunque haya muerto, vivirá.
El cristiano cree más en la palabra de Jesús, que en la palabra de los sabios de este mundo. El creyente actúa de acuerdo a la Palabra de Dios y no de acuerdo a las predicciones científicas de este mundo. El cielo y la tierra pasarán, pero la Palabra de Jesús no pasará ni dejará de cumplirse.
Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA ELHOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangelización
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