martes, 23 de febrero de 2010

La adúltera

Especialmente durante las fiestas religiosas, la ciudad de Jerusalén se convertía en el centro de las aspiraciones y peregrinaciones del pueblo de Israel. Miles y miles de piadosos judíos de todos los pueblos que hay bajo el cielo subían a la ciudad de David, para celebrar la fidelidad de Yahveh para con su pueblo escogido.
Cuenta el Evangelio según San Juan, al comienzo del capítulo ocho, que al día siguiente de la Fiesta de las Tiendas, Jesús bajó del monte de los Olivos muy de mañana y se presentó en la amplia explanada del templo. La llegada del célebre y controvertido predicador de Galilea, motivó que la mayor parte de la gente que venía a la oración matutina no entrara en el lugar sagrado, sino que permaneciera escuchando atentamente las palabras con autoridad que salían de la boca del Maestro.
Las cosas no comenzaban ortodoxamente. El templo estaba vacío, mientras que el atrio se encontraba abarrotado. Adentro estaban los letrados que no tenían a quién trasmitir sus profundos conocimientos. De esta forma, el templo del Dios de Israel se comenzaba a derruir. Sus paredes se caían y pronto no quedaría piedra sobre piedra. Dios no había soportado estar encasillado en cuatro muros, escondido atrás de una cortina, rodeado de oro, púrpura e incienso.
Cansado de los sacrificios vacíos, se había escapado de su prisión y peregrinaba en Galilea, navegaba en el mar de Tiberíades, osaba entrar en la tierra de los samaritanos pecadores y salía de su escondite para respirar aire puro, perfumado de eucaliptos y olivos del monte que quedaba al oriente, ya que el humo con olor a carne quemada le provocaba asco.
Yahveh no soportaba más ser tratado como Dios de muertos. Renunciaba al trono de gloria que lo separaba de los hombres y venía a poner su tienda en medio de su pueblo. El no estaba de acuerdo en ser considerado detrás de una caja registradora, contando los méritos y sumando las obras malas de cada persona, para luego pagar a cada uno de acuerdo a sus acciones. El no tenía regla de cálculo para medir su amor.
Los escribas y sacerdotes se habían convertido en profesionistas autómatas, que habían extinguido el Espíritu de la Elección y la Alianza. Ya no resonaba vibrante la voz de los profetas, sino las exigentes minucias del legalismo. La religión se había convertido en ritualismo y formalismo meramente exterior. El mismo templo se había transformado en una cueva de ladrones y comerciantes.
La religión de Israel agonizaba, al mismo tiempo que despuntaba una nueva era de gracia y de verdad para la humanidad. El lugar más sagrado, motivo de legítimo orgullo para Israel, estaba a punto de ser sustituido. El oro, la plata y las maderas preciosas no se comparaban con la gloria que habría de venir. Los sacerdotes, con sus suntuosos ornamentos y sus continuos sacrificios, estaban a punto de ser remplazados para siempre.
Salomón había edificado un templo para ser lugar de encuentro de Dios con su pueblo. Pero tanta purificación y condición para entrar a él, aparte de los diferentes muros o cortinas que había que traspasar, hacían prácticamente inaccesible la comunión de Dios con el hombre. Solamente los puros, los santos y los cumplidores de toda la ley merecían estar delante de la presencia del tres veces Santo. El templo, en vez de ayudar al encuentro, parecía que lo dificultaba.
Era necesario un nuevo templo no hecho por mano humana... Jesús, Dios y hombre, era el Nuevo Santuario, único y verdadero lugar de encuentro de la divinidad con la humanidad. ¡Jesús era el nuevo altar y el nuevo sacrificio, el nuevo, único y eterno Sacerdote!
En dicho templo no había muros de separación. Podían venir a él todos, especialmente los pobres y los pecadores, tanto los judíos como los griegos. Dios, repetía el predicador de Galilea constantemente, ama de manera particular a los pecadores. Con atrevimiento afirmaba: "No cambien su vida para venir a El. Vengan a El y su vida se transformará".
Esta predicación chocaba diametralmente con las rigurosas enseñanzas de los escribas y fariseos, a la vez que encendía la ira y envidia de los sacerdotes, que veían a Jesús como un elemento peligroso que atentaba y competía contra la primacía del templo de Dios.
Pero eso no era todo. Jesús acostumbraba sentarse en el pórtico de Salomón o frente a la puerta Hermosa y desde allí proclamar que todos los hombres, aun los pecadores, eran hijos amados de Dios y perdonados incondicionalmente por El. Este mensaje resultaba insoportable para los responsables de la fe y la pureza de la religión de Israel, que eran tan exagerados y rigurosos respecto a la santidad y moralidad de los que entraban al templo.
Esa mañana estaba Jesús rodeado de la gente más pobre y sencilla, de aquellos que eran despreciados por los fariseos, cuando de pronto un creciente alboroto interrumpió la enseñanza: varios hombres, jaloneando a una mujer semidesnuda, con cabellera desordenada y pies descalzos, llegaron hasta en medio del grupo, que los miró sorprendido.
En un escondite improvisado, esa mujer había pasado la noche con un hombre que no era su esposo. La luz del amanecer la había encontrado aún dormida y abrazada con él, lo cual permitió que aquellos hombres la sorprendieran, la condenaran y estuvieran a punto de ajusticiarla. Su desnudez fue cubierta por insultos y provocaciones de hombres necios que acusaban sin razón, siendo ellos la ocasión de lo mismo que culpaban.
Inmediatamente todos ellos tomaron piedras de diferentes tamaños, para arrojarlas contra la pecadora. Al decretar la pena de muerte, por lo menos se sentían mejores que "la culpable". Estaban ya a punto de ejecutarla, cuando los astutos enemigos de Jesús quisieron aprovechar el inesperado caso para poner a prueba al famoso predicador de Galilea, y de esa manera tener dos condenados a la vez. Por esta razón fue que esa limpia mañana se precipitaron en tropel desordenado a la explanada del templo, donde se encontraba Jesús predicando el amor de Dios para los más necesitados.
El relato evangélico nos transmite con rasgos vivos e impresionantes cómo le presentaron a Jesús aquel penoso caso, exigiéndole una posición definida. Lo llamaron Maestro, con un acento de adulación. Pero luego continuaron dando clase de moral y ley a aquel a quien habían reconocido como Maestro: "Acabamos de sorprender a esta mujer en pleno adulterio... Moisés nos mandó apedrear a este tipo de mujeres...".
Citaron libros con capítulo y versículos donde estaba grabada la ordenanza del legislador, (Dt 22,22ss; Lv 20,10), pues la sabían al pie de la letra. Luego, disimulando una sonrisa de satisfacción bajo sus blancas barbas, añadieron una pregunta que parecía inocente, pero que encerraba una trampa mortal: "Tú ¿qué opinas? ¿La matamos o te opones a la santa ley de Moisés?".
Mientras el más viejo de ellos le ofrecía una piedra para que iniciara la lapidación, el Maestro se dio cuenta de que si absolvía a la pecadora, esto significaría su oposición a la santa ley del Sinaí. Sin embargo, el condenarla iba totalmente en contra de su mensaje de amor y perdón. Parecía, pues, encerrado en un callejón sin salida. Sin responder palabra alguna, Jesús se sentó y comenzó a escribir con su dedo en la tierra.
Los acusadores, que se habían dado cuenta de la escabrosa situación y que no sería fácil salir bien librado de ella, esperaban impacientes la contestación del Maestro. Sin embargo, allí en la punta del dedo estaba la sabia y profunda respuesta que ninguno de los circunstantes comprendió; la tierra, el barro en el que Jesús escribía, era la contestación que el Maestro les daba; pero ellos, eran ciegos que necesitaban que alguien les abriera los ojos, tal vez untándoles ese mismo lodo sobre los párpados.
Al señalar Jesús el polvo con su dedo, les estaba ya respondiendo. Pero ellos, incapaces de entender sus palabras, menos podrían interpretar su silencio. Lo que Jesús quería decirles cuando escribía en la tierra, era: "Miren este polvo del que todo hombre ha sido formado. Esta mujer fue hecha de barro, por eso es débil y frágil. Tan pecadora como el hombre con quien pecó. No olviden que también ustedes fueron hechos de barro. ¿Por qué, pues, acusan y quieren la muerte de alguien que es igual que ustedes? Condenarla incluye la sentencia para cada uno de ustedes, y yo no vine para condenar, sino para salvar".
Jesús esperó un poco de tiempo para que el agua viva de su mensaje penetrara en los corazones resecos de los acusadores. Sin embargo, aquellos hombres eran de roca impenetrable, e impermeables a la salvación.
Ellos insistían con su actitud y presionaban aún más a Jesús, para que les diera una respuesta concreta. Le forzaron de tal manera para que se definiera por alguna de las dos partes, que entonces se puso de pie, los miró de frente a todos y les dijo con solemne autoridad: "Aquel de ustedes que esté limpio de pecado, que le tire la primera piedra".
Jesús volvió a inclinarse y, mientras acariciaba con sus manos la tierra, un tenso silencio inundó el ambiente. Nadie se atrevía a iniciar la lapidación. Como ejército vencido en campo de batalla, escribas y fariseos emprendieron la retirada, comenzando por los más viejos. Todos se alejaban escondiendo bajo sus mantos las piedras asesinas, mientras sus dientes rechinaban de ira.
Ninguno de ellos entendió el mensaje de Jesús. El Maestro jamás les dijo: "El que tenga pecado, que se vaya". Por el contrario, él siempre había predicado: "Yo no vine a buscar a los justos, sino a los pecadores; vengan a mí los pecadores, que yo los aliviaré y perdonaré en el Nombre de Dios".
Jesús no acusó a nadie. Ni siquiera a los escribas. El no había sido enviado a condenar a los pecadores, sino a salvarlos. Fueron ellos mismos quienes se condenaron. Se reconocieron pecadores, pero en vez de quedarse donde podían recibir el perdón, se fueron a sus casas, cargando las piedras de la acusación.
Una vez que todos se fueron, se podía respirar un ambiente de paz y perdón. Jesús seguía mirando con ojos de misericordia y compasión aquella tierra de la que todo hombre había sido hecho. A unos cuantos pasos, de pie, inmóvil y con su vista en alto, estaba la mujer que había sido salvada de morir apedreada. Jesús seguía agachado en el suelo sin mirarla, tal vez porque la estaba viendo en el espejo del barro del suelo.
Todo había cambiado. Los escribas habían llegado ante Jesús ofreciéndole el birrete de juez, cosa que él nunca aceptó. No le interesaba la presidencia del tribunal; él ya había tomado partido desde un principio, y no le estaba permitido ser juez y parte. El estaba del lado de la acusada.
El tribunal se había disuelto; ya los acusadores habían retirado sus cargos y los testigos habían huído. La mujer había quedado sola frente a Jesús. No se había ganado el juicio. Simplemente nunca lo hubo.
Luego, Jesús se incorporó. La miró de frente y le dijo: "mujer". Ella, que ya no era considerada mujer; ella, la que había perdido su dignidad femenina; ella, juguete de hombres, sin dignidad y acusada por los que se creían mejores; ella, la pecadora, es llamada con el título más grande: mujer.
Sólo cinco mujeres reciben de Jesús este glorioso nombre entre ellas su madre María. Si para otros, la adúltera ya no era una mujer y merecía la muerte, para Jesús es una mujer con todo el significado de la palabra. El Maestro le devuelve la dignidad perdida y, con una sola palabra, la transforma en mujer.
Luego añade: "¿Nadie te ha condenado?" Ella volteó a su alrededor, miró los ojos de Jesús y en ellos se miró a sí misma, y dijo con absoluta libertad: "Nadie, Señor". Jesús confirmó la certeza de la mujer: "Ni yo tampoco".
Ni uno solo. Ni los jóvenes y menos los viejos, tampoco Jesús ni sus discípulos. A Jesús y a los suyos no les tocaba condenar, mucho menos a los escribas y fariseos. Pero hay algo más: tampoco la mujer pecadora debía ser juez y verdugo de su propio caso: ella no podía acusarse ni condenarse a sí misma, sino que así como Jesús le devolvió la dignidad perdida, ella había de recobrar su propio valor ante sí misma. Ella, perdonada por Jesús, se debía perdonar a sí misma; nunca reprocharse, ni menos condenarse. Ya era una mujer nueva; todo lo viejo había pasado.
Entonces Jesús le dijo: "Vete y no peques más". Este imperativo no es un mandato como los de la antigua ley de Moisés, sino una fuerza y una capacidad para no volver a pecar. Jesús le ha cambiado el corazón, para que nunca manche su dignidad recobrada. Al hacerla mujer, la hace como Eva en el paraíso, como María su madre. Jesús tiene plena confianza en ella, para que también ella tenga confianza en sí misma.
Los fariseos no habían traído una mujer, sino una pecadora. Jesús, por su parte, no recibió una pecadora, sino una mujer. Los escribas venían cargados de ambas manos: en una, portaban la ley, letra que mata; y en la otra, las piedras para la ejecución. Siempre que una persona es puesta frente a la ley, invariablemente recibirá sentencia de muerte. Pero si se coloca delante a la misericordia de Dios, el resultado será siempre perdón y restauración.
El perdón es la fuerza que Jesús concede para no volver a pecar. El perdón no sólo limpia la ofensa, sino que capacita al perdonado para no volver a cometerla. Por el contrario, la acusación y la condenación siempre cierran la puerta a la recuperación. El perdón sin juzgar, es no sólo un acto de amor, sino un poder divino que capacita al perdonado, para no volver a caer en la misma falta.
La mujer perdonada ya no podía pecar. Habiendo recibido amor en plenitud, ya no tenía porqué mendigar los cálidos amores de una noche pasajera. Ya no tenía necesidad de parches de amor, puesto que llevaba un vestido todo nuevo. Conociendo el verdadero amor, ya no podía aceptar disfraces ni falsificaciones.
Ella había hecho de su cuerpo un juguete, obligada por circunstancias que desconocemos: tal vez por pasión, tal vez por soledad, tal vez porque la sociedad la empujó a ello, tal vez... Pero en el fondo fue porque había sido hecha de barro, de polvo de la tierra, y no podía reflejar sino lo débil y frágil del corazón humano.
Y ese polvo, y ese barro, fue presentado ante Jesús. Ella no se excusó, ni se justificó, ni le echó la culpa al otro. La que era tierra, estaba frente al que era Agua Viva para convertirse en barro tomado en las manos de Dios, para ser nueva criatura por el Espíritu Santo. Ella, enlodada por el pecado del mundo, era lavada y santificada en el nombre de Jesús y el Espíritu Santo de nuestro Dios. Ella, que estuvo a punto de ser apedreada, se encontró con la Piedra Angular, para reconstruir su vida.
Jesús no sólo le había salvado la vida, sino que le había dado un nueva vida. Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, porque esta mujer tuvo un encuentro personal con Jesús, que no vino a condenar a nadie, sino a traer vida, y vida en abundancia.
Benditos acusadores que la llevaron a Jesús. Tal vez sin ellos nunca se hubiera dado este maravilloso encuentro. Ellos también entraron en el plan de Dios. Sin embargo, ellos, los acusadores, regresaron acusados y nunca perdonados, mientras que la acusada fue perdonada por Jesús y por sí misma.
¡Alabado sea Jesucristo!
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