martes, 23 de febrero de 2010

Mujer de la calle

Causa cierta extrañeza encontrar a Jesús sentado a la mesa de los fariseos, sabiendo que ellos eran sus peores enemigos, que continuamente buscaban ocasión para desprestigiarle, oportunidad para atacarle o motivo para condenarle. Lucas, evangelista que de una manera especial subraya el amor misericordioso y universal de Dios, narra tres comidas de Jesús con ellos: 7,36; 11,37; 14,1. En todos los casos se perdieron la cordura y las normas más elementales de educación, terminando siempre con un desenlace tenso y a veces violento, pues nunca faltó una palabra inoportuna o una pregunta capciosa que acabara con el cordial ambiente de la mesa. Curiosamente, no eran siempre los fariseos quienes estropeaban la reunión. En algunas ocasiones fue el mismo Jesús quien se comportó totalmente en contra del sentir de sus anfitriones, al no consentir sus hipocresías y legalismos.
El primer encuentro de Jesús con los fariseos fue muy singular. Nos consta que la invitación que se le hizo no fue un simple y vago "a ver cuándo nos vemos", sino que se le pidió y hasta se le rogó expresamente sentarse a la mesa, para compartir los alimentos y la conversación. Fue tan excepcional el origen de la invitación, que el Evangelio ha conservado el nombre del valiente fariseo que, a pesar de las críticas de sus colegas, se atrevió a invitarlo. Se llamaba Simón.
Estudiar a fondo este pasaje es internarse en un bosque de opiniones, con el riesgo de confundirse y perderse. Este es uno de los relatos que más dificultades ofrecen a la crítica textual e histórica. Los estudiosos discuten y se devanan los sesos por esclarecer dudas y defender teorías.
Los escrituristas de nuestro tiempo se preguntan, sin encontrar unánime respuesta, si la célebre pecadora que aparece aquí es la misma que ungió los pies de Jesús en vísperas de su muerte. Incluso hay quienes afirman, frente a los que lo niegan rotundamente, que se trata de María Magdalena. Algunos identifican en una sola persona a las tres. La mayor parte las distingue. También discuten si el hecho acaeció en Galilea o en Jerusalén. Unos dicen que el tal Simón fue antes curado de lepra. Otros piensan que no es el mismo. Hay quienes aseguran que estamos delante de dos relatos diferentes, que con el correr del tiempo fueron yuxtapuestos artificialmente. En fin, existe tal número de dificultades, que lo único que ciertamente podemos concluir con todas ellas es que, siempre que aparecen pecadores junto a Jesús, los problemas se multiplican no sólo para sus enemigos, sino también para sus críticos o los especialistas de la fe. Los pecadores siempre causan problemas.
Al llegar Jesús a la casa del fariseo, la puerta estaba semiabierta. La recepción fue cortés, pero fría y diplomática. Aunque todo estaba perfectamente en su lugar y resplandeciente, no hubo la menor muestra de afecto o de alegría por recibir al famoso predicador con sus discípulos.
Las cosas no comenzaban de la mejor manera. El ambiente estaba tenso y se respiraba el nerviosismo de todos los invitados. No hubo el tradicional beso de bienvenida, ni una gota de agua para lavarse las sudorosas manos y refrescar los empolvados pies de los peregrinos. Mucho menos apareció el típico aceite, tan característico de la legendaria hospitalidad oriental. En otras palabras, el tradicionalista Simón se olvidó de los ritos y costumbres ancestrales de los que era tan celoso como exigente.
El ambiente estaba tenso y el silencio había invadido como sombra espesa a todos los comensales. Ya no había ni chispa de la tenue cortesía que pudo manifestarse al principio. La guerra fría se había declarado y de un momento a otro explotaría la primera bomba.
Jesús se reclinó en la mesa y tomó en sus manos una limpia copa de cristal. Mientras la observaba detenidamente, dijo en voz alta: "Lo más importante de una copa no es que esté limpia por fuera. Lo esencial es que esté limpia por dentro. Hay sepulcros blanqueados en el exterior, mas por dentro, putrefactos, despiden un asqueroso hedor de podredumbre y corrupción".
Algunos circunstantes parecieron perder el apetito por lo inapropiado del tema de conversación, pareciéndoles una gran incorrección hablar de asuntos inmundos frente a los apetitosos platos de comida.
Al darse cuenta Jesús de que las miradas condenatorias de los fariseos se clavaban en sus manos sucias, continuó con más ímpetu: "Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo impuro. Es de dentro, del corazón humano, de donde salen las intenciones perversas, los malos pensamientos y el creerse mejor y superior a los demás. En cambio, lo que comemos con las manos sucias, después lo vamos a dejar al excusado...".
Los más escrupulosos de los fariseos, con ojos de indignación y cara de repugnancia, hicieron a un lado el alimento que tenían delante, mientras que a otros se les atoró el bocado a media garganta. No por eso Jesús fue más discreto y considerado, sino que continuó: "Para el puro, todas las cosas son puras. Para el perverso, todo está sucio, porque es su conciencia la que está contaminada. No se debe juzgar según las apariencias, sino con recto juicio".
"De pronto...". Lucas usa la forma gramatical griega "Kai idou" (de pronto) para llamar la atención. Algo sorpresivo y totalmente inesperado rompería los cánones del programa.
Sin haber sido invitada a reunión tan selecta, entró a la casa una esbelta mujer con vestido tan entallado que, más que cubrir su cuerpo, hacía resaltar su voluptuosa y provocativa belleza. Amplio escote por el frente y su espalda casi desnuda por completo. Sus labios, como sus uñas, estaban pintados con un vivo rojo carmesí, haciendo contraste con el negro brillo de su sedosa cabellera. Sus zapatos eran dorados y llevaba una pequeña bolsa plateada que cuidaba con especial esmero: era una prostituta.
Los ojos de los fariseos se abrieron con asombro y sus dientes rechinaron de rabia, por el atrevimiento de esa mujer que había entrado como a su casa. Algunos de ellos pegaron tensamente sus espaldas a los respaldos de los triclinos. Otros se encendieron de ira, lanzando miradas de fuego infernal sobre la intrusa, y no faltaron quienes disimularan sus rostros con sus largas túnicas, no tanto para no mirar a la tentadora mujer, sino para no ser reconocidos por ella...
Nadie, ni los psicólogos ni los psiquiatras, conoce tanto a los hombres, como una prostituta; porque delante de ella se dejan caer todos los mantos de dignidad y las túnicas de apariencias. Ante ella se presenta siempre el hombre desnudo, sin máscaras ni simulaciones. Ella es testigo, y a la vez víctima, del vacío del corazón humano, que pretende apagar su sed en una noche de desbordada pasión. Ella es cómplice de la infidelidad y al mismo tiempo conciencia de culpabilidad para todos aquellos que entregan su cuerpo, sin jamás dar lo más íntimo de su ser. Ella, mejor que nadie, tiene conocimiento de que todos hemos sido hechos del mismo barro, que todos somos pecadores, aunque con una leve ventaja: ella peca por la paga, mientras que ellos pagan por pecar.
Sin embargo, la prostituta, teniendo el triste conocimiento y experiencia de todo lo que no era amor, estaba más capacitada para reconocer el auténtico amor cuando éste tocara a las puertas de su vida.
Exactamente eso fue lo que le sucedió frente a Jesús. Ella había estado esa mañana perdida entre la multitud, escuchando las palabras del predicador de Galilea, el cual ni hablaba como los escribas y fariseos, ni se parecía a ninguno de los muchos hombres que ella había conocido.
Este hombre no la buscaba para servirse de su cuerpo, más bien todo lo contrario, pues afirmaba que él entregaría su cuerpo y su sangre por la salvación de los pecadores. El no había venido a ser servido, sino a servir, e invitaba a todos los que estuvieran cansados y agobiados, a depositar sus cargas en él para aliviarlos.
Especialmente la impresionó hasta lo más profundo de su ser, cuando Jesús afirmó categóricamente que él no había venido a buscar a los justos, sino a los pecadores. En esos precisos momentos ella se reconoció la más privilegiada, y tomó inmediatamente la decisión de entregar toda su vida a ese hombre que era distinto a todos los demás. El no la buscaba por la sensualidad de su cuerpo, sino para quitarle el peso que ella cargaba en todo su ser. Ese era el verdadero amor que ella nunca había tenido y que, recién encontrado, no podía dejar pasar.
Aceptó el perdón que Jesús ofrecía, y experimentó en ese momento la liberación completa. Su cambio fue instantáneo y total. Ya no era la misma. Regresó a su casa no tanto siendo buena, sino nueva, una mujer totalmente renovada por la misericordia de Dios, manifestada a través de ese predicador que no sólo amaba, sino que era la misma personificación de amor.
No le costó ningún trabajo enterarse de que Jesús se encontraba en la casa de Simón el fariseo. Tomó la determinación y fue a encontrarlo. Pensando cuál sería el mejor presente que podría ofrecer, no encontró nada tan valioso como aquel frasco blanco y bien pulido de alabastro que contenía el más fino de los perfumes.
Vendiendo su cuerpo y rematando su dignidad, había ahorrado el producto de sus ganancias para comprar una exquisita esencia a unos mercaderes de las Galias, con el fin de encantar y seducir a sus clientes. Ese perfume era como la pasión que concentraba la infidelidad de los hombres que habían despilfarrado su dinero para contribuir a su adquisición.
En los relatos análogos del Evangelio, encontramos varios datos curiosos y significativos sobre dicho presente: Marcos nos dice que el perfume era de "nardo puro" (14,3). Ella, la impura por profesión, usaba el delicado perfume de una bella flor que simboliza la pureza. Mateo aclara que "era de gran precio" (26,7). Había costado bastante dinero. Muchos pecados estaban concentrados en la fina esencia. Lo exquisito del perfume contrastaba con la pestilencia de los denarios de fornicación que había costado. Juan no se refiere al precio (politelés), sino que aclara que "era de gran valor" (polítimos), (12,3). Es decir, no sólo tenía alto costo monetario, sino que especialmente tenía un valor incalculable para la dueña, ya que era una de las herramientas más importantes en su profesión. Además, era como el símbolo de su vida: la síntesis de su pasado y la mejor inversión para el porvenir.
Pero al entrar a la casa de Simón, ya era otra. Quienes la juzgaron y se escandalizaron de su presencia se equivocaron rotundamente, porque ya no era la que ellos habían conocido antes, aunque todavía en el exterior quedaran las huellas de las manos que la habían profanado. En ocho días leeremos como esta mujer rompe el frasco de perfume, llora de amor correspondido y como sus pecados le fueron perdonados.
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¡Alabado sea Jesucristo!
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