jueves, 15 de julio de 2010

Las maravillas del nombre de Jesús

Hemos oído y repetido desde la infancia el nombre de Jesús, pero muchos, demasiados, no tienen una idea adecuada de las grandes maravillas de este Nombre.
¿Qué sabes tú del nombre de Jesús? Sabrás que es un nombre santo y que habrías de que inclinar la cabeza cada vez que lo dices. Eso es muy poca cosa. Es como si uno viera un libro cerrado y se fijara solamente en el título de la portada. No sabes nada de los preciosos pensamientos que el libro contiene.
Así es, cuando pronuncias el nombre de Jesús, sabes muy poco de los tesoros que en ello se oculta. Este divino nombre, en verdad, es una mina de riquezas, es un manantial de la más alta santidad y el secreto de la felicidad mas grande que el hombre puede esperar y gozar en esta tierra. Lee, y lo verás.
Es tan poderoso, tan seguro, que nunca deja de producir en nuestras almas los más maravillosos resultados. Consuela al más triste corazón y hace fuerte al más débil pecador. Nos obtiene todo tipo de favores y gracias, tanto espirituales como temporales.
Debemos de hacer dos cosas. Primero, entender claramente el significado y el valor del nombre de Jesús. Segundo, debemos habituarnos a decirlo devota y frecuentemente cientos y cientos de veces todos los días. Lejos de ser algo aburrido, será algo de inmenso gozo y consolación.
El santo nombre de Jesús es, primero que todo, una oración todopoderosa. El mismo, nuestro Señor solemnemente promete que todo aquello que pidiéramos al Padre en su nombre lo recibiríamos. Dios nunca falla en su Palabra. Cuando decimos "Jesús", pedimos a Dios todo lo que necesitamos con la absoluta confianza de ser oídos. Por esta razón, la Iglesia termina sus oraciones con estas palabras: "Por Jesucristo," que da a la oración una nueva eficacia divina.
Pero, el santo nombre es algo aún más grande.Cada vez que decimos: "Jesús," glorificamos a Dios con un gozo y gloria infinito porque le ofrecemos todos los infinitos méritos de la pasión y muerte de Jesucristo.
Pablo nos dice que Jesús mereció el nombre "Jesús" por su pasión y muerte.Cada vez que decimos: "Jesús," claramente deseamos ofrecer a Dios todas las misas dichas en todo el mundo por nuestras intenciones. Nosotros verdaderamente participamos en aquellas cientos de misas.
Cada vez que decimos: "Jesús," es un acto de perfecto amor, por el cual ofrecemos a Dios el infinito amor de Jesús. El santo nombre de Jesús nos salva de innumerables males, y nos rescata especialmente del poder del demonio que está constantemente buscando la ocasión de hacernos daño. El nombre de Jesús gradualmente irá llenando nuestras almas con una paz y un gozo que nunca tuvimos antes. El nombre de Jesús nos refuerza de una manera tal, que nuestros sufrimientos parecen ligeros y fáciles de soportar.
Pablo nos dice que debemos de hacer todo lo que hacemos tanto sea en palabras o en el trabajo en el nombre de Jesús. "Todo cuanto hacéis, sea de palabra o de obra, todo en nombre de nuestro Señor Jesucristo." (Col 3,17).
De esta manera todos los actos se hacen en un acto de amor y mérito. Y más aún, recibimos la gracia y la ayuda para hacer todas nuestras acciones perfectamente bien. Debemos, sin embargo, hacer lo que mejor podamos en acostumbrarnos en decir "Jesús, Jesús, Jesús," muy a menudo todos los días. Podemos hacerlo cuando nos vestimos, en el trabajo -no importa lo que estamos haciendo- paseando, en momentos de tristeza, en casa y en la calle, en todas partes.
No hay nada más fácil si nos esforzamos en hacerlo con regularidad. Lo podemos hacer muchísimas veces al día.
Piensa que cada vez que decimos "Jesús" devotamente, damos gran gloria a Dios, recibimos grandes gracias, y ayudamos a las almas del purgatorio. Pongamos ahora algunos ejemplos que demuestran el poder del santo nombre.
EL MUNDO EN PELIGRO SALVADO POR EL SANTO NOMBRE. En el año 1274 grandes males amenazaron al mundo. La Iglesia fue asaltada por furiosos enemigos desde adentro y fuera. Fue tan grande el peligro que el Papa Gregorio X, que reinaba por entonces, convocó un concilio de obispos en Lyons para determinar la mejor manera de salvar a la sociedad de la ruina en la que estaba cayendo. Entre muchas de las formas propuestas, el Papa y los obispos eligieron la que ellos consideraron más fácil y eficaz de todas, es decir, la frecuente repetición del santo nombre de Jesús.
El santo Padre entonces pidió a los obispos del mundo y a sus sacerdotes que invocaran el nombre de Jesús y urgieran a sus fieles el poner toda su confianza en éste poderoso nombre, repitiéndolo constantemente con ilimitada confianza. El Papa encargó especialmente a la Orden de Santo Domingo la gloriosa tarea de predicar las maravillas del santo nombre, trabajo que ellos cumplieron con ilimitado celo.
Sus hermanos franciscanos les secundaron. San Bernardino de Siena y San Lorenzo de Puerto Mauricio fueron ardientes apóstoles del santo nombre de Jesús. Sus esfuerzos fueron coronados con el éxito. Fueron barridos los enemigos de la Iglesia y desaparecieron los peligros que amenazaban a la sociedad y la suprema paz reinó una vez más.
Esta es la lección más importante para nosotros porque, en nuestros días, terribles sufrimientos están aplastando muchas naciones. Y aún mayores tribulaciones están amenazando a todas las demás.
Ningún gobierno o gobiernos parecen lo bastante fuertes y hábiles como para detener este tremendo torrente de males. No hay más que un remedio y es la oración.
Todo cristiano debe volver a Dios y pedirle misericordia. La oración más fácil de todas las oraciones, como hemos visto, es el nombre de Jesús. Todos sin excepción pueden invocar este santo nombre cientos de veces al día, no solamente por sus propias intenciones, sino también para pedir a Dios que libre al mundo de una inminente ruina.
Es asombroso lo que una persona que ora puede hacer para salvar su país y a la sociedad. Leemos en la Sagrada Escritura como Moisés salvó por sus oraciones al pueblo de Israel de la destrucción y como una piadosa mujer, Judith de Betulia, salvó su cuidad y su gente cuando los gobernadores estaban desesperados y a punto de rendirse a sus enemigos.
De nuevo notamos, que las dos ciudades Sodoma y Gomorra, que Dios destruyó con fuego, por causa de sus pecados y crímenes, ¡les hubiera perdonado si hubiera habido solamente diez personas que oraran por ellos!
Una y otra vez leemos de reyes, emperadores, hombres de estado y famosos comandantes militares que pusieron toda su confianza en la oración, y así obraron maravillas. Si las oraciones de un hombre pueden hacer tanto, ¿cuánto más harán las oraciones de muchos?
El nombre de Jesús es la más corta, más fácil, y más poderosa de las oraciones. Todos pueden decirlo incluso en medio de su trabajo diario. Dios no puede rehusar de oírlo.
Invoquemos el nombre de Jesús pidiéndole que nos salve de las calamidades que nos amenazan.
Una devastadora plaga aparece en Lisboa en 1432. Todos los que pudieron hacerlo, huyeron aterrorizados de la ciudad y de este modo se extendió por todos los rincones del país de Portugal. Miles de hombres, mujeres y niños de todas clases fueron barridos por la cruel enfermedad. Fue tan virulenta la epidemia que los hombres caían muertos en todas partes, en la mesa, en las calles, en sus casas, en las tiendas, en los mercados, en las iglesias. Usando las palabras de los historiadores, estalló como rayo de hombre a hombre, por un abrigo, un sombrero, o cualquier prenda que hubiera sido tocada por la sacudida plaga. Sacerdotes, médicos y enfermeras fueron arrastrados en tal número que muchos cuerpos yacían en las calles, sin enterrar. Los perros lamían la sangre de los muertos, como resultado fueron éstos contagiados con la terrible enfermedad que se extendió aún más entre la infortunada gente.
Entre aquellos que asistieron a los moribundos con inquebrantable tenacidad, fue un venerable obispo, Monseñor André Días, que vivió en el convento o monasterio de Santo Domingo. Este santo varón, viendo que la epidemia, lejos de disminuir, crecía a diario en intensidad y perdiendo la esperanza en la ayuda humana, urgió a la infeliz gente a que invocaran el santo nombre de Jesús. Donde quiera que la enfermedad fuera más furiosa, se le había visto, urgiendo, implorando a los enfermos y moribundos y a aquellos a los cuales no les había tocado la enfermedad, el repetir: "Jesús, Jesús." "Escribidlo en estampas, -decía- y guardadlas dentro de vosotros. Ponedlas por la noche debajo de las almohadas. Ponedlas en las puertas, pero por encima de todo, invocad constantemente con vuestros labios y en vuestros corazones este nombre que es de lo más poderoso."
El fue, como ángel de paz, llenando a los enfermos y moribundos con coraje y confianza. Los pobres dolientes sentían dentro de ellos una nueva vida, y nombrando a Jesús, ponían las estampas en sus pechos o en sus bolsillos.
Entonces citándoles en la gran iglesia de Santo Domingo, les habló una vez más del poder del nombre de Jesús y bendijo agua en el mismo santo nombre. Ordenando que toda la gente se salpicara con ella y que salpicaran la cara de los enfermos y moribundos. ¡Maravilla de maravillas! Los enfermos sanaron, los moribundos resucitaron de sus agonías, la plaga cesó y la ciudad fue librada en pocos días del más espantoso azote que jamás la había visitado.
Las noticias se extendieron por todo el país, y todos empezaron al unísono a invocar el nombre de Jesús. En un increíble y corto período de tiempo todo Portugal se vio libre de la horrorosa enfermedad.
La gente agradecida, teniendo presente las maravillas que habían presenciado, continuaron su amor y confianza en el nombre de nuestro Salvador. Así que en sus problemas, en todos los peligros, cuando males de cualquier clase les amenazaban, ellos invocaban el nombre de Jesús. Fueron fundadas confraternidades en las iglesias, fueron hechas procesiones del santo nombre mensualmente, fueron levantados altares en honor de este bendito nombre, así que la mayor maldición que jamás había caído en el país fue transformada en una de las más grandes bendiciones.
Por siglos, esta confianza en el nombre de Jesús continuó en Portugal y así mismo se extendió a España, Francia, y al resto del mundo.
En el reino de Genseric, el rey arriano de los Godos, uno de los favoritos cortesanos del rey, el conde de Armogasto, fue convertido del arrianismo a la Iglesia Católica.
El rey, oyendo el hecho, se enfureció de tal manera que llamó al joven noble a su presencia y trató por todos los medios en su poder inducirle a rechazar su fe y volver a la secta arriana. Ni las amenazas ni las promesas le importaron. El conde rehusó toda insinuación y conservó su nueva fe. Genseric dió rienda suelta a su furia y ordenó que ataran al joven con fuertes cuerdas y que los fornidos verdugos las apretaran con todas sus fuerzas. El tormento era inmenso pero la víctima no mostraba señales de dolor. Repitió por dos o tres veces "Jesús, Jesús, Jesús," y las cuerdas se ablandaron como telas de araña y cayeron a sus pies.
Enfurecido sin medida el tirano, ordenó ahora que fueran traídos tendones de bueyes, tan fuertes como el alambre. El conde fue atado de nuevo y el rey pidió a los verdugos que usaran todas sus fuerzas. Una vez más, su víctima invocó el nombre de Jesús. Y las nuevas ligaduras como las viejas se aflojaron como hilos. Echando espuma por la boca de odio, ordenó que el mártir fuera atado por los pies y colgado de la rama de un árbol, cabeza abajo.
Sonriendo a esta nueva moda de tortura, el conde Armogasto cruzó los brazos en su regazo y repitiendo el santo nombre, se durmió tranquilamente como si estuviera echado en el más suave y cómodo sofá.
Tenemos otro incidente parecido de la misma clase narrado por el mártir chino, el venerable dominico y obispo, Don Melchior. En una de las muchas persecuciones que atacaron a China, y que dio tantos santos a la Iglesia, este obispo fue perseguido y después de haber resistido los más brutales tormentos, era condenado a una muerte cruel. Fue arrastrado al mercado en medio del populacho, los cuales vinieron a satisfacerse con sus sufrimientos.
Le desnudaron y cinco verdugos armados con afiladas espadas empezaron a cortar sus dedos, uno por uno, coyuntura por coyuntura, después sus brazos, luego sus piernas, causándole una agonía extremadamente dolorosa. Finalmente rajaron su encarnadura y le rompieron los huesos.
Durante este prolongado martirio, sin visibles signos de dolor por parte del obispo, sonreía y decía despacio y en alta voz, "Jesús, Jesús, Jesús." Esto le daba una maravillosa fuerza ante el asombro de sus verdugos.
No hubo una lágrima o queja que se escapara de sus labios, hasta que finalmente, después de horas de tortura, calladamente, expiró con la misma dulce y pacífica sonrisa en su cara.
Qué maravillosa consolación no sentiríamos cuando confinados en cama por una enfermedad o desgarrados por el dolor, repitiéramos devotamente el nombre de Jesús.
Muchas gentes que no pueden dormir encontrarían ayuda y consolación si invocaran en estos momentos de insomnio el santo nombre y muy probablemente caerían en un tranquilo sueño.
¡Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA EL HOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangelización

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