viernes, 14 de mayo de 2010

La Inmaculada

María, Inmaculada ha venido a ser como tu segundo nombre propio. En Lourdes le dijiste a Bernardita: "Yo soy la Inmaculada Concepción". Hoy te preguntamos: ¿por qué le llamamos Inmaculada? -Pues, no tienes más que analizar la palabra Inmaculada: sin mancha. Para entenderlo has de remontarte al paraíso. Peca el hombre en un principio, y ese pecado de origen pasa a toda la humanidad. Nada más concebido el hombre en el seno materno, ya es esclavo de Satanás. Es pecador a la vez que hombre.
- Y no es más que una culpa heredada. Pecamos todos por estar encerrados en Adán como la semilla en el árbol... - Viene después el pecado personal. Esclavo de las pasiones, y colocado en la atmósfera de pecado que rodea y penetra el mundo, el hombre añade al pecado original más y más pecados propios, grandes o pequeños, que le apartan y privan de Dios. Solamente la sangre de Jesús, que él tomó en mi seno, libra al pecador de su culpa.
- Y tú, Señora, ¿no conociste pecado alguno? - Ninguno. Dios, con su omnipotencia, me libró del pecado original al mismo tiempo que era concebida en el seno de mi madre. Mi entrada en el mundo no fue noche tenebrosa, sino aurora radiante. Satanás, la serpiente antigua, retorció impotente sus anillos bajo mis pies de niña. ¿Después?... El pecado, hasta el más pequeñín, no tuvo entrada en mi alma. Por mi Inmaculada Concepción, fui la Toda Hermosa. Al no tener la más mínima culpa, me vi "llena de gracia".
- Además de no tener el pecado original, ¿no cometiste ni el más mínimo pecado en toda tu vida? ¿Por qué y cómo? - Ante todo, no tenía razón de ser el que Dios me hiciera Inmaculada, sin mancha, sin la culpa de origen en el primer instante de mi concepción, si después iba yo a cometer algún pecado personal. Si Dios me hacía Inmaculada, yo había de pasar toda mi vida sin pecado. Fue pura gracia de Dios el que yo no cometiera culpa alguna.
-¿Y nunca te afectó ninguna pasión desordenada? Por la concupiscencia, nos dice el apóstol Santiago, nos vemos arrastrados al pecado. ¿O tú no tuviste pasiones? - Veo que adivinas el porqué de mi impecabilidad. Dios sujetaba de tal modo mis pasiones a la razón y voluntad, que, aun permaneciendo totalmente libre, jamás me dominaron ellas a mí, sino que yo las tuve a ellas totalmente sujetas a mí.
- Así que tenías, sentías las mismas pasiones que nosotros... - Las tenía y las sentía igual que vosotros, como las tuvo y las sintió Jesús. El era perfecto hombre. y yo era perfecta mujer; y ambos debíamos tener y teníamos ese regalo de la naturaleza que son las pasiones.
- Con todo, en algo tenían que diferenciarse de las nuestras. - En una sola cosa. En que vosotros las tenéis desordenadas por el pecado original, os inducen al pecado personal, y habéis de luchar contra ellas para que no os dominen. Mientras que Jesús y yo las teníamos ordenadísimas y éramos dueños absolutos de ellas. Jesús, que ya era impecable por ser Dios, no podía pecar tampoco por desorden alguno. Y yo fui también impecable, no pude pecar nunca: por privilegio de Dios y por tener las pasiones en orden perfecto.
- Pero Señora es muy serio lo que estás diciendo. Si tú no pecaste nunca, ni con el pecado original ni con pecado personal la sangre de Cristo no te tocó. Cristo no te redimió. Tú te escapas de la redención. Y esto es imposible... Veo que te sonríes, antes de responder...
- ¡Claro, que me sonrío! Es lo que no quieren entender tantos que me rechazan. Y es lo que durante siglos quebró la cabeza de tanto teólogo de buena voluntad, hasta de sabios amantísimos míos.
- ¿Puedes explicármelo? - Con una comparación lo vas a entender a la primera. Todos los hombres sin excepción cayeron y caen, nada más hacen su entrada en la vida en la ciénaga del pecado. Por la sangre de Jesús. Dios los saca, los limpia y los hace dignos de sí. Yo, por la sangre también de Jesús, me vi libre del pecado original y después de todo pecado personal. Pero, de otra manera. Dios, por la sangre de Jesús, sacó a todos del pecado. A mí, por esta misma sangre, no me dejó caer en el fango.
- Entonces, ¡tú fuiste más redimida que nadie! Por la sangre de Jesús, salimos nosotros de esa ciénaga inmunda del pecado, después de estar bien hundidos en él, tú, por la sangre de Jesús, ni llegaste a caer en la culpa. - Aun te lo diría yo de otra manera. Dios me pensó siempre como Madre suya. Siempre me miró como unida a Jesucristo Redentor. Me vio como la segunda Eva, reparadora del mundo, medianera de la reconciliación, Reina de los ángeles... Unida así a la persona, misión y reinado de Jesucristo, ¿cabía en mí pecado alguno?...
¡No, y nunca! Dios podía hacerte Inmaculada. Era convenientísimo que lo fueras. ¡Y te hizo LA INMACULADA CONCEPCION! Así empezaba a honrarte el que nos impuso la ley y se la impuso a sí mismo de honrar padre y madre... Esta es nuestra lógica. ¿Acertamos o no acertamos? - Discurrís con lógica implacable.
¡Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA EL HOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangelización

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