miércoles, 13 de enero de 2010

Conozco a Cristo Pobre y Crucificado

Un día en la vida del Hermano de Asís arreciaron las enfermedades. Francisco parecía un saco de arena. Ni siquiera se podía mover. Los hermanos lo tomaron y lo condujeron a la choza de la Porciúncula. Estuvo el día enntero sentado y acurrucado en un rincón de la choza, rodeado de León, Maseo, Ángel y Rufino. Parecían viejos combatientes cuidando a un herido de guerra. Lo querían más que a una madre. Francisco se dejaba querer. Era una escena de gran belleza y ternura. Durante todo el día no se separaron de su lado. A veces, los dolores superaban su capacidad de resistencia, y se le escapaban algunos gemidos.
En un momento dado, el dolor alcanzó alturas tan insoportaables que Francisco se encorvó completamente sobre sí mismo hasta tocar la frente con las rodillas. Fray León no pudo conntener las lágrimas. Fray Maseo, desesperado, le dijo: Hermano Francisco, no hay medicina humana que pueda aliviarte. Sabemos, sin embargo, cuánta consolación te causa la palabra evangélica. ¿Quieres que llamemos a fray Cesáreo de Spira, especialista en la santa Escritura, para que te haga algunos comentarios y así se alivien tus dolores?
Maseo calló. El Hermano continuó encorvado sobre sí missmo sin decir nada. Los cuatro hermanos lo miraban expectanntes aguardando la respuesta. Después de un rato, que a los hermanos les pareció una eternidad, el Hermano levantó la caabeza y, con los ojos cerrados, respondió en tono humilde y sin impostar la voz: «No; no hace falta. Conozco a Cristo Pobre y Crucificado, y eso me basta».
Al pronunciar estas palabras, los músculos de su rostro, contraídos por el dolor, se relajaron casi al instante, y una profunda serenidad cubrió todo su ser. Estas palabras eran la síntesis de su ideal y una declaración de principios.
Pensando darle más alivio, fray León agregó: Hermano Francisco, piensa también en Cristo Resucitado; ese recuerdo consolará, sin duda, tu alma. El Hermano respondió: Los que no saben del Crucificado, nada saben del Resuciitado. Los que no hablan del Crucificado, tampoco pueden haablar del Resucitado. Los que no pasan por el Viernes Santo, nunca llegarán al Domingo de Resurrección. Y en esto, Francisco se incorporó casi sin esfuerzo como un hombre rejuvenecido. Los hermanos se miraron asustados. El Hermano levantó los brazos y habló vigorosamente: Hermano León, escribe: No hay altura más alta que la cumbre del Calvario. Ni siquiera le supera la cumbre de la Resurrección. Mejor, las dos son una misma cumbre.
Luego continuó: -Hermano León, ya celebré la noche de Getsemani. Pase también por los escenarios de Anás, Caifás y de Herodes. He recorrido toda la Vía Dolorosa. Para la consumación completa, sólo me resta escalar la pendiente del Calvario. Después del Calvario ya no queda nada. Ahí mismo nace la Resurrección. Vámonos, pues, a esa solitaria, inhumana y sacrosanta montaaña que me regaló el conde Orlando. Algo me dice que allí pueeden suceder cosas importantes.
Tomó, pues, a León, Ángel, Rufino y Maseo y, en pleno veraano, a mediados de julio, salieron de la Porciúncula en dirección del Alvernia. Hermano Maseo -le dijo Francisco-, tú serás nuestro guardián y te obedeceremos como al mismo Cristo. Donde disspongas, dormiremos. Preocúpate del sustento de cada día, de tal manera que nosotros no tengamos otra preocupación sino la de dedicamos al trato con el Señor.
Con su figura apuesta y modales distinguidos, no tuvo fray Maseo mayores dificultades para conseguir comida y alojaamiento en el transcurso del viaje. Después de dos días de camino, ya no le respondían las fuerzas al Hermano. Su organismo estaba agotado, pero su allma se mantenía animosa. En vista de su decisión de llegar a toda costa al Alvernia, fray Maseo entró en una aldea para connseguir un asno con su arriero. Golpeó la primera puerta. Salió el dueño de casa, un hommbre entrado ya en edad. Mi Señor -le dijo fray Maseo-, somos cinco hermanos que caminamos al encuentro con Dios. Cuatro de nosotros soomos capaces de caminar centenares de leguas. Pero con nosotros va uno que no puede dar un solo paso. Lo grave es que ese uno es el más importante de todos.
¿Quién es y como se llama? Preguntó el arriero. Francisco, el de Asís ¿Ese que le llaman el Santo? El mismo -respondió Maseo. Será para mí un honor transportar una carga tan sagrada -añadióel arriero- ¡Vámonos!
Reemprendieron la marcha. Era un asno pequeño, mansito y dócil a las órdenes del arriero. Francisco iba sentado cómodamente. Por lo general los cinco hermanos caminaban en silencio y oración. El Hermano iba, además con los ojos cerrados, y con frecuencia, en los momentos de más intensa consolación, se cubría la cabeza con el manto. El arriero estaba profundamente edificado de la compostura de los hermanos. Después de caminar muchas leguas, no pudo aguantar más el campesino y soltó aquello que tenía pensado decir desde el primer momento:
-Padre Francisco, es difícil que puedas calcular la altura en que te ha colocado la opinión pública. Dicen que quien te ve, ve a Cristo; que quien te mira, queda inundado de paz, y que quien te toca, es sanado al momento de la enfermedad y del pecado. Padre venerado -concluyó el arriero- permíteme expresarte un deseo: ojalá seas tan santo como la gente cree, y ojalá nunca defraudes la buena opinión que de ti se ha formado el pueblo de Dios.
Al escuchar tales palabras, Francisco vaciló un instante con los ojos bien abiertos y la boca también semiabierta, como no dando crédito a lo que oía. Al recuperar la presencia de ánimo, dijo al arriero: Hermano carísimo, detén al hermano asno.
Todos se detuvieron. Manifestó Francisco el deseo de bajar del asno y los hermanos le ayudaron a apearse. Sin decir palabra se fue el Hermano junto al arriero, se arrodilló dificultosamente a sus pies, se los besó reverentemente, y le dijo: El cielo y la tierra me ayuden a darte gracias, hermano arriero. Nunca salieron de boca humana palabras tan sabias. Bendita sea tu boca. Y de nuevo le beso los pies. El arriero no sabía adónde miirar, edificado y confuso.
Descansaron unas horas bajo la sombra de una tupida hiiguera, a la vera del camino. Francisco sintió ganas de comer unos higos, y fray Maseo se los alcanzó.
Al entrar en la región del Casentino, a los hermanos se les dilató el corazón: a muchas leguas de distancia se erguía, solitaria y orgullosa, recortada contra el azul del firmamento, la indomaable montaña del Alvernia. Desde lejos tenía rostro de amenaza para los enemigos y de protección para los amigos.
Al verla, Francisco se estremeció. No era la primera vez que visitaba la santa montaña, sino la quinta; pero no supo exactaamente por que razón su corazón comenzó a palpitar. Se diría que era de alegría y terror, deseo y miedo, todo a un mismo tiempo.
Pidió que lo bajaran del asno. Se arrodilló. Lo mismo hicieron los hermanos y también el arriero. Francisco se mantuvo varios minutos con la cabeza profundamente inclinada, los ojos cerrados, las manos juntas y los dedos entrecruzados.
De pronto, abrió los ojos, levantó la cabeza, extendió los brazos y, con tono de ansiedad, dijo: Oh Alvernia, Alvernia, Calvario, Alvernia. Benditos los ojos que te contemplan y los pies que pisan tus cumbres. Saludo desde aquí tus rocas de fuego y tus abetos seculares. Saludo también a los hermanos halcones, mirlos y ruiseñores, así como a las hermanas perdices. Un saludo especial a los santos ángeles que habitan en tu soledad. Cúbreme con tu sombra, montaña sagrada, porque se avecinan días de tempestad.
Siguieron caminando. Mientras los trigales y viñedos enrareecían, iban abundando los encinas y castaños. Más tarde éstas disminuían mientras hacían su aparición los pinos y alerces hasta que, al fin, no quedaba otra corona sino las soberbias rocas.
Hermano León -preguntó Francisco-, ¿cuál es el emblema que corona las cumbres de nuestras montañas? La Cruz, Hermano Francisco. Eso es. Falta una Cruz sobre la cabeza de nuestra bienamada Alvernia. Nosotros la plantaremos, dijo fray León. Quizá no haga falta. ¡Quién sabe si el Señor mismo no se encargará de plantarla!
Llegaron por fin al pie de la montaña. Antes de emprender la escalada, descansaron unas horas bajo una frondosa encina. Lo que allí sucedió no entra en las explicaciones humanas. En cosa de minutos hicieron su aparición decenas y centenas de mirlos, alondras, petirrojos, ruiseñores, gorriones, zorzales, pinzones y hasta perdices. Abrumado y agradecido, el Hermano repetía: ¡Gracias, Señor, gracias!
Fue una fiesta nunca vista. Las aves silbaban, chirriaban, cantaban, revoloteaban en torno de Francisco en una desordenada algarabía. Unas hacían piruetas audaces y zambullidas acrobáticas, mientras otras se posaban ora encima de la cabeeza, ora sobre los hombros, los brazos o las rodilias de Francissco. Fue un festival de canto y danza.
Hermano León, ¡qué maravilla, qué prodigio! ¡Qué grande es Dios!, exclamó Francisco completamente abrumado por el espectáculo. Y añadió: Sólo faltan las golondrinas para que reviente una primavera sobre la cumbre del Alvernia.
Subieron por la escarpada pendiente. Francisco abía desmesuradamente los ojos. Se diría que contemplaba aquella ladera por primera vez. Y le parecía estar al principio del mundo: todo le resultaba nuevo. Enraizados firmemente en el suelo roqueño, altísimos abetos escalaban el cielo. Parecían tocar el firmamento, y eran de tal diámetro, que cuatro hombres juntos no alcanzaban a abrazarlos.
Francisco suplicó al arriero que detuviera el jumento. Colocado al pie de uno de los abetos, echada la cabeza hacia atrás, poniendo la mano sobre los ojos para que la luz solar no lo lastimara, el Hermano lo contemplaba de abajo arriba. Después de admirarlo largo rato, exclamó: ¡Señor, Señor, qué grande eres!
En la medida en que ascendían, el espacio se dilataba a la vista. Corpulentas hayas, poderosas encinas y altísimos pinos de raro espécimen proyectaban una sombra profunda y fresca. Francisco se sintió en el paraíso.
Hermano León, exclamó, ¡qué paz!, ¡qué libertad!, ¡qué felicidad! Somos los hombres más dichosos de la tierra.
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