miércoles, 13 de enero de 2010

Mujer, ¿por qué lloras?

Esta pregunta tiene dos enseñanzas importantes que aportamos. Ella nos revela el corazón consolador de Cristo y nos invita a no estancar la vida en su sepulcro.
Pocas personas sintieron más la muerte de Jesús que María de Magdala. Tal vez pocos, en verdad, lo amaban con más fuerza. De ella había expulsado el Señor siete demonios, renovando en su corazón la tierna capacidad de amar con dignidad. Con la cruz se quebraron sus sueños e ideales y un hombre sin soñar se muere. Todo parecía haber llegado a su fin. Esa mujer apasionada y fiel sintió que lo puro, lo espiritual ya no tenía lugar en esta tierra.
El dolor rompió sus esperanzas y la ancló en el pasado. A pesar de las palabras del Maestro, quiso poner su último consuelo en un cadáver. Mientras quedara algo del Señor podría seguir viviendo al menos del recuerdo. Pero eso no es vivir. Rompiendo toda lógica quiso aferrarse a un muerto, y como hija de Israel pensó empaparlo con óleos y resinas. Corrió al sepulcro cuando era muy temprano. Quería estar allí, detener la vida y sepultarla junto con su Señor.
El desconcierto fue para ella inmenso al descubrir que la gran piedra estaba puesta al lado y que el cuerpo del Señor no se encontraba allí. Ya no tenía rumbo en esta vida, su mundo se acababa para siempre. Desesperada acudió a Pedro. No podría ni siquiera conservar escondido en una roca al que la hizo vivir. La muerte del Señor le había arrebatado el sentido de su vida, pero este robo del cuerpo inanimado rompía la última atadura. N o le quedaba nada. «Se han robado de la tumba a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Ella lloraba y en eso seguía siendo humana. Como a muchos hombres y mujeres, las lágrimas le hicieron ver la luz.
¿Por qué lloras?. Alguien a sus espaldas se preocuupaba de ella. ¿Por qué tu fe no traspasa las rocas, no llena los vacíos? ¿Por qué me quieres muerto? ¿Por qué tu amor es incapaz de transformar esta partida en fuente de esperanza? ¿Por qué no haces fecundo tu dolor?
Mujer, ¿por qué lloras?, le preguntó Jesús. Pero ella no pudo reconocerlo. El sufrimiento hacía inalcanzable la presencia. Ella no era capaz de razonar. Ella no podía hacer resonar nuevamente los anuncios que el Señor había hecho. Ella leía los acontecimientos con la peor de todas las lecturas, y no le dejaba ningún espacio a la Resurrección: «Se han robado a mi Señor» En esto, ¡qué humana era María!
Todos tenemos algo de esta pobre mujer. .. A menudo nos aferramos al dolor; parece más seguro poseer un cadáver que permitirle a Dios entrar y salir por nuestras vidas con la fuerza radiante del Espíritu. La enfermedad, la soledad, la pena, muchas veces nos nublan la mirada y el Señor se nos va. El llanto pierde todo sentido y se hace pura vaciedad. ¿Por qué lloras?
Pero en ese momento se produjo el segundo gran milagro en la vida de la Magdalena, ciertamente más importante que el salir de demonios. Sintió su nombre, sintió la palabra creadora de Dios que la hacía de nuevo, sintió que la querían: ¡¡María!! ¡Eso bastó!
El Evangelio nos cuenta que las ovejas reconocen la voz de su Pastor. Esa mañana la mujer de Magdala experimentó toda la capacidad de consuelo de la voz de Jesús. Ella se supo conocida por dentro, acompañada, comprendida e invitada a volver a vivir.
«Rabbuni» fue la respuesta. Esta vez el don era total y definitivo. Rabbuni en hebreo quiere decir maestro y para una persona de Oriente eso lo implica todo. Detrás de tal palabra, María le dijo a su Señor: «No importa que no estés. Yo me alimentaré de tu Palabra y viviré de ella y la anunciaré a mis hermanos. La fe ya no necesitará tu presencia en un sepulcro. Tampoco será necesaria tu visión. Tu Espíritu, la realidad de tu Iglesia, hecha visible en Pedro y los discípulos, la Eucaristía, serán para mí tu nueva cercanía». Y María fue cerrando sus heridas con la fe en el Resucitado y entonces se secó su llanto.
Cuando un cristiano sufre, tiene que ser capaz de reconocer la presencia extraña del Jardinero que vuelve a hacerle la pregunta de la resurrección: ¿Por qué lloras?
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¡Alabado sea Jesucristo!
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