miércoles, 20 de enero de 2010

A ejemplo de Jesús

En cuatro momentos brilló con esplendor el perdón otorgado por Jesús. El primero fue con ocasión de un viaje desde Galilea hacia Judea. Entre ambas regiones quedaba Samaria, cuya población no era afecta a los judíos. Los discípulos entraron en una aldea samaritana para prepararle al Señor el hospedaje necesario, pero cuando los pobladores se dieron cuenta de que eran peregrinos judíos no los quisieron recibir.
Entonces dos de los discípulos, Santiago y Juan, quisieron vengar el agravio y le preguntaron a Jesús si debían ordenar que con fuego del cielo quedara reducida a cenizas esa aldea. Pero Jesús les reprochó su actitud y les recordó que él no había venido a condenar sino a salvar a la gente.
Eso nos lo cuenta el evangelista Lucas en el capítulo noveno de su evangelio, (51-56) y como para demostrar que el perdón era total, en el capítulo siguiente transcribe la parábola del Buen Samaritano (10,25-37) y más adelante habla de un leproso samaritano que reconoció a Jesús como Señor y lo adoró. (17,11-19) Juan reproduce el diálogo de Jesús con una mujer samaritana, a la que perdona su actitud insolente que rehúsa darle de beber y la convierte en mensajera de su evangelio, (4,3-43) y también nos dice que los judíos insultaban a Cristo diciendo que era samaritano. (8,48)
El segundo episodio del perdón que otorgó el Señor sucedió al principiar la pasión. Cristo había recomendado a sus discípulos que estuviesen preparados para la prueba. Entre las comparaciones que había usado estaba esta: "el que no tiene espada, que venda su capa y compre una". Los discípulos, tomando a la letra la Palabra del Señor, le respondieron: "aquí hay dos espadas", pero El cortó la conversación. (Lc 22, 36-38)
Cuando llegó el momento en que los soldados iban a aprehender a Jesús, preguntaron los discípulos: "¿heriremos a espada?", y Pedro agrediendo a uno de los siervos del Sumo Sacerdote le cortó la oreja derecha. El herido se llamaba Malco, (Jn 18,10) y era pariente del criado de Anás, que reconoció a Pedro la noche de la prisión de Cristo. Al ver herido a Malco, Jesús, en vez de vengarse, le toco la oreja y lo sanó. (Lc 22,51)
El tercero fue con motivo de la negación de Pedro. Esta negación había sido prevista por el Maestro, y vaticinada al apóstol a pesar de sus vehemencias protestas. Llegado el momento anunciado el apóstol se empeñó en decir: "No conozco a ese hombre, nada tengo que ver con él". Era como si dijese: ese hombre murió para mí, su amistad me deshonra, preferiría no haberlo encontrado en el camino de mi vida.
Jesús, que estaba preso, debió sentirse abandonado, despreciado por aquél hombre a quien había dicho un día: "Sobre ti edificaré mi Iglesia". Sin embargo nada le dijo. Solamente lo miró. Pero esa mirada debió ir cargada de tanto amor y de tanto perdón, que provocó una respuesta de lágrimas. Eran los ojos de Cristo hablando con los ojos de Pedro.
Después de la resurrección Jesús no hizo reproches a Pedro. Sólo le preguntó por tres veces si lo amaba. Era un baño de amor para curar las heridas de la traición. De seguro que si hubiera encontrado amor y no desesperó, también a Judas lo hubiera sanado Cristo con su perdón.
El cuarto episodio en donde Jesús perdonó a quienes lo ultrajaron fue durante la agonía en la cruz, cuando exclamó: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen". (Lc 23,24)
Cuando Jesús estuvo ante Pilato había dicho que quienes lo habían entregado a las autoridades romanas tenían peor pecado que éstas, (Jn 19,11) pero ya en la cruz quiere exonerar a sus acusadores y a sus verdugos de toda culpa; casi que los declara inocentes.
Esta oración perdonadora de Jesús es tan maravillosa que, varios siglos antes de que se profiriera, ya Dios la había revelado en uno de los poemas del profeta Isaías, que dice: "Indefenso se entregó a la muerte y con rebeldes fue contado. Llevó el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes". (53,12) La tradición cristiana recordó siempre con admiración esas palabras del Maestro.
Pedro, al predicar en Jerusalén, dijo "ya se yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia". (Hech 3,17) Pablo, anunciando el Evangelio en Antioquía de Prisidia, exclamó: "Los habitantes de Jerusalén y sus jefes cumplieron, sin saberlo, las Escrituras... y sin hallar en Él ningún motivo de muerte pidieron a Pilato que lo hiciera morir" (Hech 13,27-28) y el mismo apóstol escribió a sus discípulos de Corinto estas palabras: "de haber conocido la sabiduría de Dios, no hubieran crucificado al Señor de la Gloria". (1Cor 2,8)
Esa declaración de inocencia para quienes atentaron contra la vida de Jesús y el perdón que éste dio sólo se explican por el amor grande de Cristo por los hombres.
Romano Guardini decía que "el perdón es el amor cuando se encuentra con la culpa". En realidad, para poder perdonar se necesita saber amar.
Una vez a una mujer rencorosa que afirmaba, para justificar sus resentimientos: "yo no puedo perdonar sino a los que amo", alguien le respondió: "entonces ame a todo el mundo, como manda Jesús". En realidad, los cristianos debemos amar a todos los hombres, y si excluimos a uno solo de nuestro amor, es señal de que no tenemos el Espíritu Santo. Debemos amar a todos sin excepción, porque todos los hombres son hermanos nuestros, hijos del mismo Padre, llamados al mismo destino y escogidos, como nosotros, para ser sacramento de la presencia de Jesús. Si aprendemos a amar, aprendemos a perdonar, porque "el amor no toma en cuenta el mal". (1Cor 13,5)
A veces costará tanto dar el perdón que quien lo otorga creerá quebrantar algo íntimo de su ser. Eso es cierto. El que ama debe morir a sí mismo, para que vivan los demás. El que perdona debe también morir a su orgullo, a su rencor, a su obstinación, lo que no siempre será fácil, por el contrario, con frecuencia será un morir en el dolor. Será como el morir de Cristo que parecía querer atarse de sufrimiento, pero que lograba perdonar. Será como el morir de Esteban, que se doblegaba bajo los golpes de las piedras mientras decía: Señor, no les tengas en cuenta este pecado". (Hech 7,60)
Esa es la oración que puede decir todo cristiano, diariamente, al morir a su orgullo, a su ira, a su egoísmo, y también la que puede decir al pasar de este mundo al Padre: Señor, me entrego a ti, me pongo en tus manos. Me duele tanto superar mis puntos de vista y mi orgullo; me lastiman los actos y palabras de quienes han sido injustos conmigo, pero quiero asemejarme a ti, y hacer morir en mí los vicios y concupicencias, quiero participar de tu pasión y de tu muerte. Quienes me han hecho sufrir no sabían lo que hacían. No los culpo, los declaro inocentes de cuanto hicieron, los perdono de todo corazón; quiero olvidar cuanto a causa de ellos he vivido, no porque ellos así lo merezcan, sino porque tú, Cristo crucificado, lo mereciste para ellos y para mí. Amén.
Esteban fue un hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, de gracia y de poder, y realizador de signos y señales. (Hech 5,5-8) Como sus enemigos, que eran los de Cristo, no podían resistir a su sabiduría y al Espíritu con que hablaba sobornaron acusadores que le hicieron apresar. Esteban se defendió ampliamente ante el Sanedrín, pero al oírlo los sanedritas se consumían de rabia y rechinaban sus dientes contra él. Y luego, cuando le escucharon proclamar que Jesús estaba a la derecha de Dios, le echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearle. (Hech 7,54,58)
Para lanzar las piedras con mayor vigor los verdugos se despojaron de sus vestidos y los colocaron a los pies de un joven llamado Saulo, que aprobaba esa muerte. (Hech 7,58; 8,1)
Esteban, con una muerte parecida a la de Cristo, puesto de rodillas, oraba diciendo: "Señor, no les tengan en cuenta este pecado". (Hech 7,60)
San Agustín comenta así ese martirio: "¿Por qué se puso de rodillas? Porque sabía que estaba orando por criminales y cuanto peores eran ellos, tanto más difícil de ser escuchado. El Señor dijo, cuando pendía de la cruz: Padre, perdónalos; Esteban, de rodillas bajo la lluvia de piedras: Señor, no les imputes este pecado. Como buena oveja siguió las huellas de su pastor; como buen cordero siguió al Cordero, cuya sangre quitó el pecado del mundo"... "Decía: Señor no les imputes este pecado. ¿Crees que Saulo escuchó estas palabras? Las escuchó pero se rió de ellas; y, sin embargo, caía dentro de la oración de Esteban. Todavía caminaba él a la muerte, pero ya estaba siendo escuchada la oración de Esteban por él"... "Saulo iba lleno de furor, como lobo al redil, a los rebaños del Señor, pero el Señor le dijo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Lobo, Lobo, ¿por qué me persigues al cordero? Despójate de tu ser de lobo, conviértete en oveja y luego en pastor".
Saulo fue el apóstol Pablo. La oración de Esteban le obtuvo perdón y que no se le imputaran sus pecados. Esteban perdonando de rodillas logró que el perseguidor se hiciera predicador. Como Esteban había aprendido la lección que dio Jesús desde su cátedra del Calvario, nos pudo enseñar que todo cristiano debe morir perdonando, que eso es posible, que no sólo lo hizo el Hijo de Dios sino un servidor de las mesas y de la Palabra.
¡Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA EL HOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangelización
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1 comentario:

Rocio dijo...
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