viernes, 16 de octubre de 2009

Desnudez, libertad, alegría

El Hermano de Asís era el hombre más libre del mundo. Ninguna atadura lo vinculaaba a nada. Nada podía perder porque nada tenía. ¿A qué temer? ¿Por qué turbarse? ¿Acaso no es turbación un ejército de combate para la defensa de las propiedades amenazadas? Al que nada tiene y nada quiere tener, ¿qué le puede turbar? El hermaano no tenía ropa, comida, techo. No tenía padre, madre, hermaanos. No tenía prestigio, estima ciudadana, amigos, vecindario. Y ahí, en la tierra despojada y desnuda nace y crece, alto, el árbol florido de la libertad.
El Pobre de Asís, por no tener nada, ni tenía proyectos o ideas claras sobre su futuro, ni siquiera ideales. Aquí está la grandeza y el drama del profeta. Es un pobre hombre lanzado por una fuerza superior a un camino que nadie ha recorrido todavía, sin tener seguridad de éxito final y sin saber qué riesgos le esperan en la próxima encrucijada.
Por no saber nada, ni siquiera sabe de qué manera ser fiel a Dios al día siguiente. Le basta con ser fiel minuto a minuto. Abrir un camino, paso a paso, golpe a golpe, sin saber cuál seerá el paso siguiente a dar; acostarse hoy bajo las estrellas con la amapola de la fidelidad en la mano sin saber qué amapola cortará mañana; abrir los ojos cada mañana y ponerse solitariamente en camino para seguir abriendo la ruta desconocida...
Cuando fallan todas las seguridades, cuando todos los apoyos humanos se han derrumbado y han desaparecido los atavíos y las vestiduras, el hombre, desnudo y libre, casi sin pretenderlo, se encuentra en las manos de Dios. Un hombre desnudo es un hombre entregado, como esas aves desplumadas que se sienten gozosas en las manos cálidas del Padre. Cuando no se tiene nada, Dios se transforma en todo.
Dios está siempre en el centro, cuando todos los revestimientos caen, aparece Dios. Cuando desaparecen los amigos, traicionan los confidentes, el prestigio social recibe hachazos, la salud le abandona, aparece Dios. Cuando todas las esperanzas sucumben, Dios levanta el brazo de la esperanza. Al hunndirse los andamios, Dios se transforma en soporte y seguridad. Sólo los pobres poseerán a Dios.
Al desaparecer la madre, el Señor acogió al Hermano, apreetó contra el pecho su cabeza y le dio más calor y ternura que la misma madonna Pica.
Al despuntar el día, todavía en el regazo de la «Madre» Dios, el Hermano escuchaba las palpitaciones del mundo, abría los ojos y miraba a los ojos de las criaturas y, como en el primer día de la creación, se sumergía en la virginidad del mundo. Y, al faltarle los hermanos de sangre, todas las criaturas le eran dadas como hermanas. Y no hubo en la tierra hombre que fueera tan «hermano», tan fraternalmente acompañado por las criaturas, tan acogedor y acogido por ellas. Nadie disfrutó tanto el calor del sol y del fuego del frescor de la sombra y de las fuentes, del resplandor de las estrellas y de las alegrías primaverales ... Al faltarle la familia, la creación entera fue su familia y fueron su techo el cielo azul y la bóveda estrellada.
Al tener a Dios lo tuvo todo, pero para tener a Dios tuvo que despojarse de todo.
El Hermano, al no tener nada, entra experimentalmente en la profunda corriente de la Gratuidad: lo recibe todo. No merece nada. Todo es Gracia: el vestido, la comida la mirada, el cariño, el consuelo.
El que recibe todo, no se siente con derecho a nada. Nada reclama. Nada exige. Al contrario, todo lo agradece. La gratitud es el primer fruto de la pobreza.
El Hermano fue como el almendro: siempre abierto al sol, del cual recibe, gozoso y agradecido, la vida y el calor. Pero si el sol se oculta, no se queja. No hay violencia. Este es el segundo fruto de la pobreza: la paz, fruta con sabor a dulzura.
Al no sentirse con derecho a nada, el Hermano se coloca a los pies de todos, como el más pequeñito de todos. Para el Hermano la humildad no consiste en despreciarse a sí mismo, sino en considerar a los demás como «señores», para ser servidor de ellos, para echarse a sus pies, lavárselos, servirles en la mesa...
En lugar de dirigirse hacia Foligno, el Hermano tomó la ruta que conduce hacia Gubbio y comenzó a escalar los primeros contrafuertes del Subasio. Era todavía invierno, pero ya se insinuaban tímidamente los primeros avances de la primavera. El mundo estaba como Francisco: desnudo, puro, lavado, virgen. Un duro invierno había soplado como ráfaga despiadada sobre la plataforma de la Creación, y había desmelenado bosques y rastrillado lo mas, transformando los jardines en cementerios.
Las altas crestas del Apenino Central estaban todavía coronadas de nieve. Quedaba también nieve acumulada en algunas gargantas agrestes. Hace bien el invierno, pensaba el Hermano. Fortalece y purifica. El invierno es la cuna de la primavera. Son valientes estos abetos, se decía a sí mismo; se atreven a escalar tan alto y sin miedo porque cuando eran pequeños fueron duramente castigados y, para no caer, se afirmaron en las profundidades de la tierra. Bendita sea la pobreza, y la desnudez, y la incomprensión que nos hacen afirmarnos en Dios.
El Hermano estaba alegre como nunca. La primavera estallaba en sus venas. Era como si por primera vez su alma se asomara al universo. Todo le parecía nuevo. Nunca había saboreado tannto, y agradecido tanto el tibio calor del sol; le sabía a caricia de Dios.
Acababa de librar la batalla decisiva. El Señor, en su miseriicordia, le había asistido y le había dado la victoria. Fue obra del Señor. Por su parte, el hombre es miedo e incoherencia, pensaba. Tenía la impresión de estar sumergido y braceando en el seno de la armonía universal; su alma se había identificado con el alma del mundo. Una ignota felicidad se la había prendido a todo el ser y sentía unas ganas locas de cantar y, sobre todo, de agradecer. Simplemente, estaba embriagado.
Seguía caminando. De pronto, pudo distinguir en el suelo un ciempiés que atravesaba despacito el sendero. Le nació al instante una profunda y desconocida ternura. Se agachó, puso delicadamente su dedo por donde tenía que pasar el miriápodo. El gusanito comenzó a escalar lentamente su dedo. Francisco lo miró y admiró largamente observando con atención sus mecanismos de movimiento. Luego, se aproximó a un arbusto y con suma delicadeza y paciencia depositó el ciempiés en la hoja del arbusto, acordándose de que la Escritura compara al Crucificado con un gusano.
Por todas partes estaban brotando pequeñas flores amariillas cuyo nombre no recordaba Francisco. Tuvo sumo cuidado de no pisar ninguna de ellas a lo largo del día en el subir y bajar las montañas.
Cosa curiosa: ese día sentía un cariño inmenso hacia Dios, pero también la necesidad de canalizar ese cariño hacia las criaturas del Señor, sobre todo las más insignificantes.
Dios se asoma, pensaba el Hermano, por los ojos de las criaturas, preferentemente las más frágiles. Pero las criaturas en que más a gusto habita el Señor son, sin lugar a dudas, los mendigos y leprosos. Estos son sus favoritos.
Sentía que su pecho estallaba por el peso de la felicidad y, no aguantando más, rompió a cantar. Lo hacía en francés. Cantaba canciones provenzales de caballería que había aprendido en otro tiempo. Más tarde comenzó a improvisar letra y melodía dedicadas al Señor. Al principio encontraba extraño todo aquello porque la voz rebotaba en los altozanos y el eco regresaba con cierta tardanza.
Cuando se habituó a estos efectos acústicos, entrado completamente en trance de exultación, intercalaba gritos de gloria y gratitud al Señor Dios. Era el hombre más feliz del mundo.
Mediaba la tarde cuando alcanzó la profunda y áspera garganta que desemboca en el pueblecito de Caprignone, a medio camino entre Asís y Gubbio. De pronto, surgiendo nadie sabe de dónde, cayó sobre él una banda de salteadores intimándole: ¡Alto! ¡Esto es un asalto! ¡Identifícate! Sin perder la alegría, el Hermano respondió: Muchachos, soy la trompeta del emperador que va anunciando su llegada.
Los salteadores, que siempre buscan suculento botín, cuanndo lo vieron estrafalariamente vestido, medio desnudo, con aquel ridículo tabardo, pero al mismo tiempo sin atemorizarse y con aquel desplante tan osado, dijeron: ¡Este está loco! Y descargaron su decepción sobre sus espaldas, lo zarandearon de un lado a otro y le quitaron el tabardo. Vieron a pocos metros un foso profundo, cubierto todavía de nieve, y, empujándolo, lo arrojaron allá diciéndole: Quédate ahí, afónica trompeta imperial.
En este episodio tragicómico, el Hermano en ningún instante perdió la paz. No resistió, no perdió la sonrisa. Lo cual confirmo a aquellos forajidos que efectivamente había perdido la cabeza. Cuando se vio allá abajo hundido en la nieve, el Hermano se dijo a sí mismo: Esto mismo les sucedía a los antiguos caballeros que luchaban a favor del rey Arturo. Bienaventurado escogido el Gran Emperador para sufrir estas pequeñas aventuras por su Gloria.
Se levantó. Vio que la zanja era muy profunda y la salida muy difícil. Comenzó a trepar. Se caía. Hizo varios intentos. Se agarraba con las uñas a la piedras. De nuevo se caía. Después de muchos intentos consiguió salir. Se sacudió la nieve y el barro y miró en todas las direcciones para cerciorarse si todavía estaban los ladrones. No vio a nadie.
Estos muchachos, pensó el Hermano, asaltan y roban porque les falta pan y cariño. También ellos habrán de ser los favoritos de mi corazón. Primero los leprosos, luego los mendigos, después los asaltadores; en una palabra, los marginados de esta sociedad.
Pensando estas cosas, y sintiéndose feliz por haber sido encontrado digno de sufrir por el nombre Jesús, reinició el camino. Pronto se olvidó de la aventura y siguió cantando alegremente las glorias del Señor en francés. Pensaba que gracias a la misericordia del Señor, ni las mismas fuerzas del Averno seerían capaces, en este momento, de atemorizarlo.
Todo es piedad en Dios, añadió en alta voz. Caía la tarde. Tenía hambre, pues no había comido durante el día. Tenía frío, pues los salteadores se habían llevado su capote, dejándolo semidesnudo.
Allá, a cierta distancia, había un monasterio de benedictiinos. Se llamaba San Verecondo, y pertenecía al distrito de Vallingegno. Allá dirigió sus pasos el Hermano, no sabiendo exactamente si pasaría varios días o solamente la noche. Llegó allí, golpeó la puerta, salió un monje.
Soy un pobre de Dios que desea servir al Señor, dijo huuildemente Francisco. He quedado sin casa y sin vestido. Desearía que, en nombre del amor, me dieran la gracia de trabajar y ganarme el pan de cada día y, si fuera posible, alguna ropa.
Allí paso varios días. Los monjes lo pusieron a trabajar en la cocina. Como el Hermano no daba explicación alguna de su identidad, los monjes acabaron por considerarlo como un tipo raro pero no peligroso. Le dieron una celda retirada para dormir, con pocas mantas. Casi toda la noche la pasaba con el Señor, como en luna de miel. Apenas dormía y era inmensamente feliz.
Durante el día trabajaba entre las ollas de la cocina, particiipando de la comida común; pero no le dieron ropa para cubrir su semidesnudez. Al parecer, los monjes lo trataron en todo tiempo como a un pobre hombre, conforme a su apariencia.
Decidió, pues, buscar otras vías para procurarse alguna prenda de vestir. Un día el Hermano se cruzó en el claustro con el prior. Se arrodilló con reverencia ante él y le dijo: Mi señor, te doy rendidas gracias por haberme dado traabajo y alimento durante estos días. Pido a mi Dios que todas las manos te bendigan para que te cubra con sus alas. Pido tu bendición para retirarme y el Hermano se fue, semidesnudo como había llegado.
Dicen los narradores que este mismo prior, a los pocos años, cuando Francisco ya era famoso, fue a pedir disculpas al Herrmano por haberlo tratado con tal desconsideración en esa oportunidad. Y para gran sorpresa suya, Francisco le respondió que pocas veces en su vida había pasado días tan felices como en San Verecondo.
Al salir del monasterio, el Hermano recordó el nombre de su gran amigo Federico Spadalunga, residente en Gubbio, el cual podría proporcionarle alguna vestimenta. Hacia allá dirigió, pues, sus pasos. En el camino fue desgranando reflexiones sobre los días transcurridos en el monasterio.
Sí, pensaba el Hermano; es bueno hacerse pobre y carecer de identidad. En este mundo sólo se hacen respetar los atavíos vistosos, los títulos nobiliarios y, en nuestros días, los acaudalados comerciantes. Los pobres sólo reciben desdén y, en el mejor de los casos, desconocimiento. Pero el Señor se hizo pobre, añadió en voz alta.
Durante el camino muchas veces sintió tentación de murmurar interiormente contra los monjes de San Verecondo. Pero al instante ahogaba en vivo la tentación diciéndose en alta voz: Los pobres no tienen derechos; sólo agradecen, no reclaman. ¿Cuándo llegará el día, siguió pensando, en que sienta la perfecta alegría de sufrir tribulación? Llegó, pues, a Gubbio, ciudad noble y de empaque aristocráático. Al pasar por las calles, las gentes se reían de su extraña catadura. Pero el Hermano no se molestaba por eso. Es normal que se rían de mi figura, pensaba. Dirigió sus pasos hacia la hidalga familia de los Spadalunga.
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