viernes, 16 de octubre de 2009

Si la sal pierde su sabor...

Al hombre le gusta contemplar el fuego y el mar en movimiento. Allí no cabe la rutina; siempre hay novedad. A nadie se le oculta que con el tiempo, los más altos ideales, los mayores amores, los más fuertes entusiasmos corren el riesgo de perder su vigor. Sin darnos cuenta, empiezan a morirse en nosotros, y con ellos, poco a poco, somos nosotros mismos los que morimos. Curiosamente, nuestro ocaso interior no es sólo cosa nuestra. La pérdida puede afectar a otros. La sal va perdiendo su sabor... «y si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la salará?».
Detrás de esta sencilla pregunta de Jesús, está en juego la calidad de nuestra vida y el valor de nuestro testimonio... por eso vale la pena preguntamos si no vamos perdiendo el sabor.
El testimonio cristiano no es sólo una cuestión de palabras; muestra su verdad con el ejemplo de la vida. No es extraño que Jesús, queriendo precisar nuestra misión en el mundo, haya comparado nuestra tarea con el oficio humilde de la sal. En el cristianismo, la calidad de la vida está muy ligada a la misión que hemos de desempeñar para hacer felices a los demás.
Es ésta la ocasión de preguntarnos, con mucha sencillez y honestidad, cómo estamos viviendo el sermón de la montaña, porque es ahí donde se habla de la fuerza de la sal.
En el sermón de la montaña se resumen las más radicaales exigencias del cristianismo y frente a ellas podemos calibrar nuestro sabor. Allí se le pide al seguidor de Cristo que con su vida y con su palabra sazone la existencia humana. Su modo de vivir no es algo encerrado y debe ser tan sabroso que pueda empapar de sabor la vida de los demás. Allí se nos enseña a perdonar, a amar al enemigo, a tener una justicia que sea más exigente que la de este mundo, porque no se contenta con la letra sino que va al fondo de la verdad; allí se nos enseña a ser radicales en la pureza, a limpiar nuestros ojos de toda mirada torva; a no juzgar al prójimo; a reconciliarnos con el hermano antes de acercarrnos al altar; a no vivir para amontonar tesoros que la polilla se come; a no transformar el dinero en un dios; se nos enseña también a no ostentar tratando de ser vistos y aprobados por los hombres, y sobre todo a confiar en la Providencia y a orar al Padre con la confianza y el amor que sólo un hijo puede tener.
El sermón de la montaña nos ofrece criterios muy distintos a los criterios de este mundo. Para Jesús son felices los pobres, los que tienen hambre de justicia, los que rechazan la violencia, los que trabajan por la paz y los misericordiosos.
El cristianismo no consiste sólo en creer en Dios. Supone tratar de vivir el sermón del monte en la realidad de cada día. La sal no es para sí. Ella desaparece pero es la calidad de su sabor la que transforma el todo. Impregnando con su presencia la masa, el todo adquiere gusto. Ella no le arrebaata su sabor a la comida. Por el contrario, lo realza.
Es bueno verificar la actualidad de nuestro compromiiso con el Evangelio. Inconscientemente podemos ir llevando una existencia desabrida.
A la luz de la pregunta de Jesús vale la pena preguntarrnos: ¿Qué cristianismo vivimos? ¿Cuál es el mensaje que irradiamos? ¿A qué sabe nuestra vida? Un cristianismo insípido, sin mordiente, sólo sirve para «ser tirado» fuera.
Es posible que la vida haya agostado el entusiasmo de nuestra fe primera y que vivamos un ateísmo práctico. ¿Qué podemos hacer? Si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la salará? A Dios gracias, el Señor nunca le cierra al hombre todas las puertas y él nos recuerda que lo que es imposible para el hombre es posible para Dios. El cristiano, por gracia del Señor, puede volver a nacer (cfr. Jn 3) y la sal puede volver a ser sal.
¡Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA EL HOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangelización

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