miércoles, 16 de septiembre de 2009

¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?

Pocas preguntas de Jesús nos ayudan tanto como ésta a capptar el alma del evangelio. Ella nos permite comprender en profundidad los criterios que usaba el Maestro para entender al hombre. «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?».
Afortunadamente, esta vez conocemos la respuesta del Señor. Todos sabemos que, dentro de nosotros, llevamos mucho de nuestros padres. Ellos nos dieron la vida; nos enseñaron el lenguaje; han formado nuestros gustos y nuestro criterio moral. La sangre que llevamos en las venas y la cultura que hemos recibido en casa, nos marcan muy por dentro. Por eso es normal que deseando conocer a alguien y ubicarlo en este mundo preguntemos: «¿Quién es su madre, y quiénes son sus hermanos?».
Los que trataron con Jesús, en esto no fueron una excepción. Creían tenerlo plenamente ubicado porque sabían que era el hijo del carpintero de Nazaret. Conocían a María y podían indicar con el dedo a sus parientes. Tal vez sabían, en medio de un pueblo amante de las genealogías, que él era un brote lejano de la rama de Jesé... un descendiente de la familia del viejo rey David.
Curiosamente, con esa mirada superficial, era muy difícil que llegaran a entender de verdad el misterio de María y la raíz de su maternidad. Tampoco podían captar la hondura de Jesús.
Por eso el Señor se alejó de este modo tan tradicional y tan humano de ubicar a una persona. Hizo la pregunta: «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?», y la respondió de un modo diferente al que estamos habituados. Una vez más, él nos cambió las perspectivas y amplió nuesstro horizonte.
Al responder a su pregunta, él nos indica un camino novedoso para entender al hombre y nos enseña simultáneamente el centro del Evangelio: «Mi madre y mis herrmanos son quienes cumplen la voluntad de mi Padre... los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica». (cfr. Lc 8,21)
Con eso tal vez hacía la mayor alabanza de María. Si tuviésemos que definir lo más central de la vida de Jesús y de su madre, lo que los hace familiares, no podríamos señalar ni su sangre ni su pobreza ni su servicialidad ni tantas otras virtudes Tendríamos que ir a la raíz: ellos en todo momento hicieron la voluntad del Padre. Ahí estuvo su grandeza, su libertad y su más íntima unión.
Hacer la voluntad de Dios es atreverse de veras a ser uno mismo, a realizar el sueño que Dios tuvo al crearnos. Es vivir sin caretas la más radical autenticidad. Es poner el centro de la vida donde debe estar.
María fue elegida para ser madre de Cristo porque ella podía decide a Dios con toda verdad: «Hágase en mí según tu palabra». Quien vive haciendo la voluntad de Dios ordena libremente todas las cosas para servir al Señor y llega a la más total madurez; no es esclavo de nada, ni de nadie.
Uno de los problemas del hombre de hoy es que se resiste a centrar su vida en su más profunda vocación, se construuye en torno a cosas de la periferia. Se interesa sólo por su profesión, por el éxito, por el dinero, por el trabajo y fácilmente va perdiéndose a sí mismo.
¿Qué criterios empleamos para conocer a alguien? ¿ Qué pregunta hace un padre, en estos tiempos, cuando quiere conocer al pretendiente de una de sus hijas? ¿Cómo nos definimos a nosotros mismos? ¿Quiénes son mis amigos, mis hermanos?
Han cambiado los tiempos, pocos preguntan ahora por las genealogías pero nuevos criterios, tal vez más superrficiales, sirven para ubicar al hombre. ¿Qué edad tiene? ¿En qué trabaja? ¿Cuál es su nacionalidad? ¿Cuánto gana o cuál es su capital? ¿Cuáles son sus récords? Pocos se preguntan si ese hombre está centrado en aquello que debe perdurar. Vanidad de vanidades. Es hermano de Jesús sólo quien, como él, procura hacer siempre la voluntad de Dios; el que escucha su palabra y la pone en práctica. ¿Podemos de verdad llamarnos nosotros hermanos del Señor?
¡Alabado sea Jesucristo!
BUENAS NOTICIAS PARA EL HOMBRE DE HOY
Grupo Apostólico Nueva Evangelización

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